Opinión

Una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal que debe ser debatida

Yolanda Díaz afirma que la propuesta de Sánchez de modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal “no va en la dirección correcta”.

Yolanda Díaz afirma que la propuesta de Sánchez de modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal “no va en la dirección correcta”. / EFE

En los últimos días han aparecido en los medios de comunicación noticias y comentarios referidos al anuncio por parte del Gobierno de llevar al Congreso la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal que vendría a sustituir –miren bien-, a la vigente desde 1883, aunque, obviamente muy reformada y parcheada en el estricto sentido de la palabra.

En sí mismo esta es una buena noticia cuya realidad dudo se convierta en hechos. Había ya perdido la esperanza de terminar mi vida universitaria con una nueva ley y, sobre todo, que mejorara la vigente, sus principios fundamentales y su redacción cuidada, hecho que en estos tiempos de urgencia y poca tendencia a la belleza escrita, suele estar ausente de las leyes que se aprueban.

La preocupación que se manifiesta en todas las opiniones que se publican se centra en el otorgamiento al Ministerio Fiscal de la dirección de la investigación, función que universalmente, por influencia del sistema anglosajón, se ha impuesto y que parece hoy asumida en España por derecha e izquierda. En mi escuela de derecho procesal que creó y dirigió hasta su triste fallecimiento ni querido maestro Vicente Gimeno, siempre fuimos defensores de esta medida que reforzaba la imparcialidad judicial, incluso de los jueces instructores y permitía que estos se convirtieran en jueces de garantías de los derechos de los imputados en la fase sumarial.

Los tiempos han cambiado y la reflexión ante un mundo más complejo nos conduce a meditar sobre lo que siempre nos planteamos que, sin alterar lo esencial, modere lo que no previmos nunca y evite que algo positivo se torne en algo que conceda inmensos poderes al Estado frente a las personas y sus derechos.

No es lo más importante en este debate, aunque parezca la preocupación más esencial de lo que se publica, la regulación del Ministerio Fiscal, su dependencia del Ejecutivo y la jerárquica interna. Remedios hay para evitar que este hecho influya en el día a día en asuntos muy determinados, no los ordinarios, la casi totalidad, en la que esto carece de importancia. No modificar o limitar la acción popular, aunque se pongan ciertas trabas a los partidos para evitar el uso espurio del proceso en favor de sus intereses, es suficiente o debería serlo. Implantar la opción, también universal, de otorgar el monopolio de la acción penal exclusivamente a la fiscalía, sería un error. Pero también lo es una fiscalía en la que rija la plena independencia de cada fiscal, pues por esencia el Ministerio Fiscal debe ser único y estar sometido al principio de la unidad de actuación.

Más grave y lo que habría de preocuparnos es el derecho de defensa, que en el proyecto gubernamental queda muy afectado al negar a la defensa en la fase de instrucción una verdadera participación y limitar sus posibilidades de oponerse a la investigación de la acusación, de instar diligencias, las cuales habrá la defensa de procurárselas a su costa o esperar meses o años para instarlas ante el Juez. La verdad, que se proclama pomposamente como objetivo del proceso en los casos en que instruye el Fiscal viendo en la defensa un obstáculo para alcanzarla procesal, no es la verdad, sino la verdad de este órgano, la suya, sin posibilidad real de introducir otra en las etapas más relevantes del proceso. Una verdad del Estado que, en el sistema de investigación en manos del Fiscal, merma la verdad de los ciudadanos. La instrucción por los jueces, en la que el Fiscal y la defensa están en condiciones de igualdad es mucho más democrática y, al ser más contradictoria, más procesal y menos administrativa o policial.

A ello hay que sumar que los jueces de instrucción no se convertirán de inmediato en jueces de garantías. Podrían, de este modo, estar más próximos a la fiscalía que a una defensa que se vería limitada en su función constitucional que no es privada, sino que compete al Estado protegerla y fomentarla.

Y, en fin, la tendencia a promover el principio de oportunidad, las delaciones anónimas o los acuerdos con coimputados para que acepten sus responsabilidades imputando a otros por precio, es decir, por rebajas o exenciones de pena, hacen que, de prosperar esta reforma cediendo a la fiscalía tal cúmulo de poder, obliga a un replanteamiento de esa tendencia, si no de la entrega al Fiscal de la dirección de la investigación, sí de hacerlo de cualquier otra cosa que no fuera la dirección jurídica de la tarea policial, tampoco la operativa que convirtiera al fiscal en un policía sin experiencia y preparación.

Mucho hay que pensar y mucho tiene que cambiar el proyecto si no queremos que la nueva norma ponga fin a un proceso acusatorio y mucho más garantista que aquel en el que la acusación, que es parte y no imparcial aunque se sostenga tal contradicción, dirige y determina lo que debe investigarse, el qué y el cómo, renuncie a hacerlo, niegue a la defensa sus posibilidades o la misma deba procurárselas a su costa y, al final, lo hecho sin participación del imputado, alcance valor probatorio para su condena.

El proyecto, antes de su aprobación debería ser debatido social y ampliamente, como se hizo en el año 2000 con la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil. Este gobierno no se caracteriza por ofrecer cauces de participación efectivos. Una ley tan importante no debería aprobarse sin que los Colegios de Abogados, Procuradores, CGPJ, Universidades etc…no solo emitieran informes a los que no se concede valor alguno, sino que debatieran en profundidad el alcance de la reforma.

No es, termino, lo esencial la Fiscalía, sino una ley que, dependa de quien dependa, fortalece al Estado frente a los ciudadanos y restringe sus derechos en favor de un Estado cada vez más fuerte. Un cambio social que parte de una visión de la democracia que se acerca peligrosamente a lo propio de los modelos autoritarios.