Opinión

Sánchez, el maestro del trampantojo

Pedro Sánchez.

Pedro Sánchez. / José Luis Roca

 Es un clásico en todos los ensayos históricos, debatir sobre si son los hombres singulares los que configuran los acontecimientos o, por el contrario, son los acontecimientos los que marcan el devenir de los pueblos. En el periodo posterior al final de la Segunda Guerra mundial, hicieron fortuna las teorías que manejaron la caracterización psicológica de los dictadores para explicar la tragedia.

La primera gran biografía de Hitler, de Allan Bullock, utiliza como clave explicativa su desbocada ansia de poder. A mediados del pasado siglo, los historiadores prefirieron atribuir la responsabilidad a los sectores sociales, políticos y económicos que propiciaron la ascensión de demagogos sin principios que de forma implacable ejecutaron un programa precisado de antemano. En los años posteriores hizo fortuna la noción weberiana del poder carismático como concepto capaz de conciliar y superar ambas tesis. Los hombres hacen la historia, pero no por propia iniciativa ni en las circunstancias elegidas por ellos, sino las condiciones en las que se encuentran y les son dadas y trasmitidas, señaló Karl Marx, en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaporte. No es mi propósito insinuar que Sánchez se parezca a los autócratas de entreguerras, pero sí que muchos de los acontecimientos que estamos viviendo solo pueden entenderse partiendo de su singular personalidad.

La dificultad para comprenderlo y combatirlo es que se mueve en una realidad distinta a la de todos los demás. La mayoría de los dirigentes de hoy son políticos que se sirven de la razón para analizar la realidad e intentar transformarla. Sánchez no. Sánchez vive en un mundo virtual que va construyendo y deconstruyendo a su antojo. En una especie de reality show, una serie de televisión, que no trata de encauzar situaciones según patrones lógicos, porque aspira a cultivar las emociones. Es la magia frente a la razón.

El primer episodio podríamos llamarlo El muro, un espacio donde los buenos, la izquierda, “el progreso”, defiende la democracia frente a la derecha reaccionaria. El segundo, Algunos hombres malos, se desarrolla cuando empieza a oler a podrido en los entornos del poder. La solución es drástica: sacrifica a dos de los personajes que hasta entonces le eran fieles. Koldo y, su antaño hombre de confianza, José Luis Ábalos, son los chivos expiatorios. En el tercer episodio, La máquina del fango, la trama ensucia a su mujer. Nuestro personaje se recluye y lanza un ultimátum a España y al mundo. Parece que puede quebrar, pero sin protagonista no hay serie. Renace y alude a la teoría conspiratoria —esta vez no es judeomasónico— de los sectores de derecha y ultraderecha que pretenden derribarlo. Una maniobra de la derecha política, económica, judicial y mediática, quiere interrumpir el progreso. Conspiran también sus antiguos compañeros de partido que le apearon de la Secretaría General y “secuestraron” al Partido Socialista Obrero Español. Y los podemitas de Iglesias que, aunque urdieron la moción de censura que le encumbró al poder, ahora le afrentan.

De sus ejercicios espirituales sale con medidas correctoras dispuestas a publicarse en el Boletín Oficial del Estado. Se erige en muro de contención, baluarte del progreso frente a una fachosfera reaccionaria. Otra vez las dos Españas. Y mientras tanto, acapara los titulares de los medios en las elecciones catalanas. Todos contra mí, ayudadme. La izquierda se une más que nunca frente a su carismático líder.

Cuando su discurso interno muestra signos de agotamiento discurre buscar un enemigo exterior, con ello inicia el cuarto episodio El León. Nadie mejor que Javier Milei, presidente de la República Argentina, por ultraliberal y por su reconocida visceralidad. Sánchez le ningunea, vierte sobre su ideología palabras mayores y ordena que se le incomode para hacerle saltar. Pedro y sus apóstoles le acusan de ser ultraliberal, fascista, de consumir drogas, alentar el odio o destruir la democracia. Como era previsible, el León ruge y acusa de corrupción a su mujer. Ya lo tiene. Se envuelve en las instituciones, en la bandera de la democracia y en la soberanía de España. Es la hora de todos los españoles. Nos ha faltado a todos. Delendum est Javier Milei. Le exige una humillación pública a la que el presidente argentino se niega porque él es el agraviado. El ministro de Asuntos Exteriores trompetea ufano Argentina se queda sin embajadora. Pero nada es lo que parece, ni la esposa del presidente es una institución, ni Sánchez encarna a la democracia ni a la soberanía, ni la retirada de la embajadora perjudicará a Argentina. Lo hará a casi medio millón de españoles que residen allí y a las más de dos centenares de empresas que comercian o invierten el aquel país; que esperan intranquilas que se solvente un conflicto construido por dos personajes que anteponen sus egos a las relaciones entre ambos países.

Puede parecer, insisto, que la retirada sine die de la embajadora perjudica a Argentin, pero no es así. Su ausencia deja huérfanas a nuestras empresas en un momento en el que la Argentina de Milei ha anunciado importantes licitaciones públicas a las que podrían acceder. La figura del embajador es esencial para coordinar al conjunto heterogéneo de funcionarios que en ella trabajan; para abrir las puertas de los ministerios con los que tiene que tratar y para marcar las directrices políticas a seguir. El ministro olvida una regla de oro: en política las personas nunca pueden estar por encima de los países. Su labor es mediar y no obviar que España y Argentina mantienen una estrecha relación bilateral marcada por los flujos migratorios, la inversión (España es el segundo país inversor por detrás de Estados Unidos), el comercio, la cultura y el turismo. Las consecuencias de su política internacional las hemos vivido en otras ocasiones cómo en Argel, donde perdimos nuestra posición estratégica con el gas. Así nos va.