Momentos de Alicante

La casa de al lado

Restos paleocristianos en el colegio San Roque.

Restos paleocristianos en el colegio San Roque. / Información, 11-11-2010

Gerardo Muñoz y Purificación Eisman

Alicante, febrero de 1624

Juana

Estaba nerviosa desde que amaneció, muy pendiente de los preparativos que sus criados y esclavos elaboraban para la fiesta que iban a celebrar aquella misma noche. Solo faltaban unas horas, era importante que nada fallase, debía estar todo a punto hasta el mínimo detalle. El motivo de la celebración era el vigésimo quinto aniversario de su boda, que se cumplía ese mismo sábado 10 de febrero. En realidad, la verdadera razón que los llevó a organizar una fiesta de tal magnitud, invitando a la flor y nata de la sociedad alicantina, era porque se rumoreaba que su marido, Tomás Martorell, podía ser nombrado próximamente racional, e incluso, Dios lo quisiera, justicia. Y tanto ella como su esposo pensaron que un opulento evento de esta calidad, con el implícito reconocimiento social que suponía, podría aumentar sus posibilidades de conseguir tal ascenso.

–Como almotacén ya te has granjeado el respeto general. Ahora hace falta que llegue a oídos del virrey lo mucho que te aprecian los caballeros y ciudadanos más insignes de la ciudad –le decía aquella misma mañana a su marido mientras desayunaban.

LA CASA DE AL LADO

Información, 11-11-2010 / Restos paleocristianos en el colegio de San Roque.

Estaban sentados cada uno en un extremo de la mesa rectangular que ocupaba el centro de la sala principal. Una sala grande de unas dieciocho varas de largo por ocho de ancho recién construida, que estrenarían esa noche como salón de baile.

Aunque Dios no había querido bendecir su unión con descendencia, creyeron conveniente ampliar la casa en la que vivían desde que se casaron y que ella, hija única, había heredado. Cuando Tomás vendió a su hermano la parte que le correspondía de un edificio, aprovecharon para comprar la casita colindante a la suya, abandonada desde hacía años. Casita que nunca vieron habitada. Ambas estaban situadas en la calle de la Balseta. Los Martorell derribaron la vieja vivienda para levantar sobre el terreno la ampliación de su casa. Utilizaron parte del espacio para cumplir uno de los mayores deseos de Juana: la construcción de una pequeña capilla con altar y banco tallado de piedra, para poder asistir a misa y recogerse en sus oraciones. Aquella obra la convirtió en una magnífica casona que nada tenía que envidiar a los palacetes de las calles Mayor o Labradores. La fachada principal seguía dando a la calle de la Balseta, flanqueada por dos callejones en cuesta que llevaban a la falda del Benacantil. Por el callejón de la derecha se accedía al portón de entrada al corral, donde se encontraban además la cuadra y el pajar.

La fiesta de aquella noche habría representado un éxito social para el almotacén y su esposa, si no se hubiese producido un inesperado y trágico suceso.

Anochecía cuando empezaron a llegar los primeros invitados. La casa de los Martorell se hallaba cerca de los palacetes y las residencias de sus convidados, pero algunos no desaprovecharon la ocasión para hacer ostentación de señorío exhibiendo sus magníficos carruajes.

Peinada con un sofisticado moño alto que dejaba ver dos bucles de mechón a los lados de la cara y vestida de raso rojo con un collar de perlas, Juana recibió con su mejor sonrisa a los invitados junto a su esposo, quien se puso para la ocasión peluca ondulada con el traje de gala. Tuvo éste palabras afectuosas para todos los presentes, si bien se entretuvo con alguno de ellos algo más de lo que recomendaban las reglas de urbanidad y protocolo, según evaluó ella con cierta impotencia.

Precisamente una de las parejas con las que Tomás se entretuvo más de lo debido en el saludo de recepción fue con Antonio Mingot y señora. Juana comprendió el entusiasmo de su esposo, no en vano este invitado era el actual racional y uno de los caballeros más influyentes de la ciudad, conocido y respetado en la Corte y en Valencia desde que los versos del célebre poeta Gaspar Aguilar inmortalizaran la proeza de Mingot en el valle de Alaguar, al participar valientemente en la rendición de los moros rebeldes: «Aunque por todo el mundo es manifiesto / el valor de la gente de Alicante, / Mingot, que está con ellos, va dispuesto / a procurar que al cielo se levante». Pero no era excusa para que su marido se excediera en saludos y lisonjas con un convidado, cuando había que atender a tanta concurrencia ilustre. También a ella le gustaría aprovechar la ocasión para advertirle a la señora de Mingot que una de sus criadas llevaba tiempo merodeando su casa, inquietando a la servidumbre. Ella misma la había visto más de una vez emboscada en una esquina, observando su casa como si estudiara la forma de asaltarla. En realidad, parecía inofensiva y más asustada que peligrosa, por eso no había dado aviso al alguacil y ni siquiera se lo había comentado a su esposo. Aun así, debía acabar con aquello tan desagradable para su tranquilidad. Pero comprendía que no era el momento apropiado para abordar tal asunto, ya tendría oportunidad de hablarlo con su invitada.

La fiesta fue todo un desfile de elegancia al son de la música que interpretaban los maestros que ella misma cuidadosamente había seleccionado y contratado días antes. Delante de sus ojos siempre atentos pasaron aquellas gentes sin que se le escapara el más mínimo detalle.

Los invitados conversaban animados entre sonrisas y alguna carcajada. Plácida y más relajada, todo bajo su control, Juana se aproximó al ventanal. Entre las cortinas le pareció ver una refulgencia no muy lejana. Con curiosidad acercó la cara al cristal, aquella luminosidad se iba agrandando cada vez más hasta convertirse en un resplandor que ardía en la oscuridad de la noche.

Alicante, diciembre de 2011

El miércoles 21, aprovechando que no iba a la Clínica Psicológica Hipnos, me propuse visitar a mi hermana en el hospital. Pero como el día amaneció lluvioso y frío, pospuse mi salida para la tarde, a ver si entre tanto escampaba.

Por la mañana me dediqué a buscar por internet algunas respuestas que, desde hacía días, deseaba conocer. La primera la encontré rápidamente:

El centro cultural Las Cigarreras estaba compuesto por tres naves de la antigua fábrica de tabacos, dedicadas a Cultura Contemporánea, Patrimonio Cultural y Casa de la Música. La segunda, que era la que me interesaba, estaba destinada «a gran almacén para el cuantioso material arqueológico exhumado en las excavaciones que se vienen realizando desde hace años en el término municipal de Alicante. Cuenta con modernas instalaciones para garantizar su conservación. En su parte delantera se han levantado oficinas y laboratorios para que expertos estudien, arreglen e inventaríen el material depositado. Parte de estos hallazgos se destinarán a las salas del Museo de la Ciudad (MUSA), que se mostrará en cinco salas restauradas del castillo de Santa Bárbara», leí en una web del Ayuntamiento de Alicante.

Es decir, que aquel sitio tan perturbador, que tanto me atraía y torturaba a la vez, el lugar donde al parecer se hallaba la causa de mis trastornos mentales, era un almacén arqueológico.

La segunda respuesta también creí encontrarla:

En un buscador di con varios enlaces de periódicos digitales que me confirmaron el hallazgo arqueológico que se había producido a finales del año pasado en las obras del nuevo colegio de San Roque, cerca de la calle la Baseta, junto a la muralla y camino de ronda del castillo de Santa Bárbara. «Hallada capilla paleocristiana en las obras de un colegio de Alicante», «Amplían el plazo de obras del colegio San Roque tras hallar restos arqueológicos». Eran algunos de los titulares de una misma noticia: la aparición de una pequeña capilla cristiana con más de mil años de antigüedad, en opinión del arqueólogo municipal Pablo Rosser. «Los estudios arqueológicos no han podido determinar la fecha concreta a la que pertenece este oratorio, pero la sitúan entre los siglos V y X, entre la época cristiana y los inicios de la ocupación islámica». El hallazgo se produjo tras el derribo de unas casas viejas: una capilla con capacidad para cuatro personas, en cuyas paredes había siete hornacinas o columbarios, varias cruces, un banco corrido tallado en piedra, entalladuras que debieron servir para el soporte de un pequeño altar de madera… «El centro de culto se encuentra en una zona que pasó a ser urbana a mediados del siglo XI hasta la actualidad, y que durante la Guerra de Sucesión sufrió una importante explosión. Además, la capilla aparentemente fue usada en la época contemporánea, posiblemente como almacén, apunta el arqueólogo».

La tercera respuesta me costó más encontrarla:

Fechada en agosto de 2010, una noticia en la edición digital del periódico Información hacía mención al «Hallazgo de restos arqueológicos en el patio del colegio de San Roque». Al realizarse unas obras de reconstrucción, tras el hundimiento de parte del suelo del patio del colegio, situado en la calle de la Balseta (casualmente el colegio en el que había trabajado mi excuñado Mario y donde mi hermana se había obcecado en excavar durante sus delirios), fueron encontrados los restos de una despensa o un pequeño almacén cercano a una vivienda islámica excavada en la década de los 80 del siglo pasado, según informaba el arqueólogo municipal, autor también de aquella excavación. «Se conservaron restos de una entrada a una de las estancias que componían la vivienda, así como varios suelos de cantos rodados, tierra y cal. Esta vivienda posiblemente estaría conectada a dos calles: la actual de la Balseta y otra perpendicular que daba paso a las aguas de escorrentía que en épocas de lluvia bajaban por la ladera del Benacantil». Recordaba el arqueólogo que la calle de la Balseta formaba parte de la medina musulmana.

En lo que fuera el patio trasero de aquella vivienda fue hallado un aljibe, seguramente dejó de utilizarse en un momento impreciso de finales del medievo, rellenándose posteriormente con tierra y cascotes.

Los restos hallados en agosto de 2010 estaban relacionados con aquella vivienda. Se encontraban en lo que debió ser el patio trasero, muy cerca del aljibe. En este habitáculo, especie de despensa, se había exhumado diferente material arqueológico islámico: una jarrita de cuerpo globular, una fuente de gruesas paredes curvas y bajas, un candil de piqueras de labio redondeado, un pequeño atifle… Pero lo más atrayente y de mayor importancia fue encontrar un esqueleto en estado de conservación extraordinario. «Es un esqueleto completo de mujer en una postura extraña, como si hubiera tenido la espalda apoyada a la pared y los pies recogidos bajo los muslos». El periodista se interesó por la datación del esqueleto, y el arqueólogo le respondió que, a falta de saber el resultado de la prueba del Carbono 14 (se habían enviado muestras a un laboratorio especializado de Estados Unidos), tardarían un par de meses en conocerse. Se atrevía a avanzar, por el tipo de material exhumado, que podría fecharse entre los siglos XI y XII. Y lo que me llamó mucho más la atención: «Sí, estos restos, incluido el esqueleto, serán analizados y guardados en nuestro recién estrenado centro de Las Cigarreras», anunciaba el arqueólogo.

Busqué noticias posteriores sobre estos restos, con el deseo de conocer la fecha definitiva de antigüedad de aquel esqueleto de mujer, pero no encontré nada.

Por la tarde había mejorado el tiempo, pero tampoco pude visitar a mi hermana. Me encontraba en un estado tal de excitación, que supuse podría perturbarla a pesar del estado catatónico en que se encontraba. Desistí. Mi mente seguía anclada, pensando en la información que había obtenido, haciéndome todo tipo de conjeturas, intentando llegar a mis propias conclusiones. Estaba tan alterada que no pude dormir siquiera un momento durante aquella larga noche.

Suscríbete para seguir leyendo