Los últimos mayoristas de vinos

Bodegas Molina se fundó en 1938 en Alicante, una ciudad destruida, pobre y llena de gente hambrienta por los horrores de la Guerra Civil

Ramón Molina García, al centro, posa junto a su padre, Joaquín (a la izquierda), y su tío Ramón.

Ramón Molina García, al centro, posa junto a su padre, Joaquín (a la izquierda), y su tío Ramón.

Pepe Soto

Entras al local y todo huele a vino, a vieja bodega: la nariz tiene que lidiar con los aromas que la uva desprende durante meses o años en barricas de madera y durante su etapa de maduración en la botella. Los Molina han convertido su vinatería en un templo del pequeño comercio de barrio que se resiste a ser absorbido por las grandes superficies. Y la tradición continúa: son los últimos bodegueros de Alicante, licorerías a parte, con otro Molina al frente: mayoristas de vinos a granel.

Todo empezó en 1938, en Alicante, una ciudad destruida, pobre y llena de gente hambrienta por los horrores de la Guerra Civil. Ramón Molina Guijarro, padre de dos de los personajes de esta historia, los mellizos Joaquín y Ramón, y abuelo del joven que ahora es responsable del negocio, trabajaba en Bodegas Miró, pero la empresa se vino abajo y se trasformó en una fábrica de almacenaje y manipulación de almendras. De patitas en la calle. Volver a empezar. Plantó cara a la miseria y fundó Bodegas Molina, semanas antes del bombardeo del Mercado Central de Alicante, del 25 de mayo de ese año, que fue uno de los ataques aéreos más sangrientos e indiscriminados registrados en la contienda española: la aviación fascista italiana asesinó a más de trescientas personas y dejó más de un millar de heridos.

Repartió vinos hasta el anochecer; o hasta pasada la medianoche. Comenzó en el negocio del dios Baco con un carro tirado por una mula; más tarde pedaleó en una bicicleta cargada de garrafas. Poco a poco se deshizo de la cuadra de animales y dejó de pedalear para atender los pedidos. ¡Deprisa, deprisa! Tiempos modernos para un comercio que siempre ha atendido al público y a la hostelería en dos o tres locales distintos por los que discurrió la vinatería, siempre instalada en la Avenida de Jijona, a cuatro pasos del Hospital General Doctor Balmis.

El hombre compró una furgoneta similar a las que usaba la mafia durante la Ley Seca en Estados Unidos para atender encargos de bares, restaurantes y particulares. No daba abasto: «Ya llega Molina» rezaba una frase en el frontal de la camioneta durante sus repartos por tabernas y comedores. El lema se convirtió en eslogan de la bodega. Y ahí siguen los Molina. «Ya se va Molina», rotulaba un cartel en el culo del vehículo. El Alicante mediterráneo olía a futuro: buena cocina, el Postiguet y cabarets. Pero había mucha necesidad.

Segunda generación. Sus hijos, Ramón y Joaquín Molina Lloret, mellizos, se formaron como bachilleres con los hermanos Maristas. Con 14 años fueron aprendices de bodeguero (repartidores o envasadores y poco más). Se apuntaron como voluntarios al servicio militar. Pasaron dieciocho meses en el campamento de Rabasa. Los reclutas, pillines, se granjearon el cariño de un teniente de intendencia, apellidado Simón, que compraba vino en la bodega familiar para hidratar los gaznates de oficiales y demás rangos militares. O calimocho para la tropa en días de fiesta nacional. Cada día, a eso de las dos de la tarde, montados en un Simca 1000, y satisfechos, regresaban a la casa familiar para, tras una ligera siesta, ayudar a su padre en la despensa de vinos y licores ya entrada la tarde.

Licenciados en sus labores por la patria, el padre los envió a una escuela de enología de Requena y, posteriormente, ampliaron su aprendizaje en las cosas de las uvas y sus teclas en una cooperativa de Yecla. Conocieron lo mejor y lo peor del vino. Ya estaban dispuestos a ser bodegueros detrás de un mostrador; o sea, dedicarse a vender vinos con más conocimiento y criterio.

Los hermanos se metieron a husmear en viejos barriles en busca del equilibrio entre el dulce, el amargo y el ácido del vermú. Con la supervisión de Joaquín, se elabora en una pequeña productora del Vinalopó y lo envasan con la etiqueta de «Bodegas Molina», como un moscatel que el fundador llamó «Los Mellizos».

Las estanterías están llenas de botellas de licores, destilados y caldos de grandes cosechas de diversas denominaciones de origen españolas. Y una docena de barriles custodian una legión de vinos tintos, blancos, rosados, añejos, mistelas y Pedro Ximénez.

«Soy Ruiz Mateos», dijo un señor que subió los tres escalones de acceso al local, acompañado de un tipos grandullones. Era José María Ruiz Mateos que, durante su periplo político a principios de los años noventa del pasado siglo, salía de los estudios de Canal 37, la televisión local que regentaba José Luis Codina, vecino del barrio, tras una entrevista. Se quedó impresionado de los aromas de la vinatería, negocio que conocía al dedillo.

Ramón es soltero, cosecha del 48, como su hermano Joaquín, que se casó «machuchito» con Gloria, en 1986. Tienen dos hijos: Gloria y Ramón. La muchacha (31 años, pero aparenta algunos menos) es enfermera en el hospital más cercano a la bodega. Cuando puede ayuda a su hermano en la vinatería y en la trastienda. Ramón Molina García (27 años), actual gerente y estudiante del grado de Administración y Dirección de Empresas (ADE), está al frente del el negocio. Mantiene la tradición de los Molina, ya en su tercera generación, basándose en las costumbres, en el negocio que su abuelo fundó. Llegó al mostrador con la pandemia, posiblemente para salvaguardar a sus mayores de un puñetero virus que a todos ha cambiado.

El tercer Molina de la saga tiene la mirada puesta en el futuro: las nuevas tecnologías y técnicas que requiere actualmente un sector tan meticuloso y como lo es el vitivinícola. Su padre está al lado, como su tío y demás familia. Pero la bodega destila el aroma de la madurez.

Esa vieja bodega fue refugio de amigos y vecinos de Carolinas Altas y de otros barrios para hablar, discutir y beber vino o vermú en la trastienda hasta casi llegada o pasada la noche: una sacristía, vamos; no para guardar los vinos más preciados, sino ser punto de encuentro de amigos, vecinos y rivales conciliables con la palabra. Citas informales y de confesiones.

El vino, con determinada moderación, ofrece a sus bebedores cierta paz y disposición a un diálogo fluido y generoso. El templo de los Molina sigue a salvo. La tradición continúa.