Atrás quedaban «la verga que ella me sacaba de la bragueta y sostenía a dos manos como un pájaro, y en donde le gustaba colgar su bolso de mano» y otras sutilezas genitales y figurativas de sus dos novelas emblemáticas, Trópico de Cáncer (1934) y Trópico de Capricornio (1938), escritos aún bajo el influjo de la efervescencia surrealista de su larga estancia en París. Esta vez, ya con su residencia fijada en Los Ángeles, y un cierto relumbrón europeo que se le negaba en Estados Unidos, se trataba de abordar una narración mucho más directa y descarnada (por ejemplo: «Hundo la polla en el higo maduro... Toda ella es un coño que muere de ganas de ser follado»), tras el acuerdo alcanzado, de a un dólar, de los años cuarenta, cada página, con el librero Milton Luboviski, célebre por ser el proveedor de novelas pornográficas de las gentes del cine, entre ellos Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz. Pero Opus pistorum -término que proviene de pistor, que significa en latín molinero, lo mismo que miller en inglés-, permaneció congelada durante décadas por el sagaz librero, y la novela no se publicó sino a título póstumo, en el verano de 1983, en Nueva York, hace ahora 30 años.

Opus... no es, ni por asomo, el mejor relato de Henry Miller (1891-1980); pero su realismo rápido y obsceno, y, en ocasiones, zafio y deslavazado, permite desnudar mejor (valga la redundancia, tratándose de pornografía) algunas de las viejas obsesiones que le hicieron famoso como autoproclamado profeta de «una sexualidad cósmica». Como en los momentos de su más chispeante capacidad de inventiva, el protagonista se refiere divertidamente a su pene (por aquello, tal vez, de que siempre cuelga en medio y es tan tópico y chusco que lo posee, al menos, la mitad de la humanidad) el «John Thursday»: «Entonces le metí mi Juan Jueves... ». Pero, sobre todo, en Opus pistorum, se vuelve a plantear, de un modo diáfano y directo, una de las habituales fijaciones de Henry Miller -y que, es, tal vez, una fantasía muy cara al imaginario masculino-: la querencia de que la prostituta («puta») termina gozando de veras y, para demostrarlo, rehúsa recibir el dinero... Eso, y hacerlo en los asientos traseros de los taxis y en los espacios públicos, sin que el taxista ni los viandantes se inmuten.

Como un don Juan indeclinablemente priápico, siempre dispuesto, al que le produciría un sopor insufrible cualquier ceremonia de cortejo -además de considerarla una imperdonable pérdida de tiempo, dada su infinita agenda libidinal-, Henry Miller parece empeñado en hacer un programa de vida cotidiana con la noción de «la mujer fragmentaria» de los surrealistas: la mujer compuesta por múltiples retazos de mujeres diversas, de tal suerte que, para completarla (el álter ego de sus relatos) buscará, una y otra vez, la posesión de la mujer subsiguiente, sin que el «puzzle» pueda completarse jamás... Como ha explicado uno de sus más destacados exégetas, el teórico de la literatura erótica Alexandrian, «Miller disociaba el sexo y el amor, como esos hombres que ha estudiado Freud, incapaces de dirigir hacia una misma mujer la "corriente de ternura" y la "corriente de sensualidad"».

Una de las claves de su éxito (y de su escándalo, pues llegó a crearse, en Estados Unidos, un Cártel de Acción Moral expresamente fundado contra su persona) estriba en su cultivada indistinción entre él mismo y los protagonistas de sus relatos, meras pantallas donde proyectar sus hiperbólicas obsesiones sexuales. En el caso de Opus pistorum, Alf, el protagonista, es también un neoyorquino fascinado con París, «la ciudad donde -dice- se toma conciencia de la monstruosidad de las mujeres».

El ritmo de las fornicaciones, con mujeres de diversas nacionalidades -incluidas una china y una bailarina de flamenco española- resulta en exceso trepidante. Tras alabar, justamente, las virtudes de la «puta» que se le entrega de forma gratuita, y a la que posee de pie, en un solar, arremete, en cambio, contra miss Cavendish, una «calientapollas» que se pasaba el día «sacudiendo el culo frente a nuestras narices para hacerlo desaparecer en el último momento, hasta el punto de convertirnos en retrasados mentales duplicados en masturbadores crónicos». Es curioso que Miller transmita aquí una mayor hostilidad hacia sus propias compatriotas, extrayendo de ellas la parte negativa de esa «monstruosidad» de la que habla. Así, Alejandra es una norteamericana depravada, que tiene relaciones obscenas con sus hijos, Tania y Peter; y de la misma procedencia son Amma y Tooth, una pareja de lesbianas, con quienes monta un trío y que le merecen este epíteto final: «Esas guarras se parecen a los sueños eróticos de vuestros quince años». Mientras se muestra complacido con que la prostituta no le cobre por el servicio, él -Miller/ Alf-, en cambio, sí le exige el dinero acordado a otro personaje, Sam Becker, por fornicar con su esposa en su presencia.

Tras tanto trajín cuerpo a cuerpo, el protagonista, decide, finalmente, regresar a su país y comprarse «una zorra mecánica, una máquina de joder eléctrica que se pueda desconectar».

Es significativo que, en su vida real, apenas se le conocieron pasiones amorosas con nombre propio. A su primera esposa, la pia-nista Beatrice Sylvas, con la que apenas duró siete años, la llamó en sus memorias «una puritana chiflada»; y tras su segunda mujer, June Edith Smith, que lo abandonó a él, tras diez años de convivencia intermitente, para convertirse en musa añorada de muchos de sus textos, sólo mantuvo anónimas relaciones esporádicas. Muchas de ellas con prostitutas, y acaso, por eso, sus personajes buscan en ellas ese erotismo real, ajeno a la compraventa del amor mercenario. Como bien lo define su exégeta, Henry Miller sigue representando al «poeta del vagabundeo sexual; expresa la odisea amorosa del hombre solitario de las grandes ciudades, que azota las calles con las suelas de los zapatos en busca de una compañera de cama, y se arroja sobre las ocasiones de goce, sin mirar nunca hacia atrás».