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Dramatizar las ideas

Se cumplen veinte años de la muerte de Kieslowski

Dramatizar las ideas

«No sé quién soy ni lo que deseo», K. K.

El cineasta polaco se dio a conocer internacionalmente con la trilogía de los colores que rodó en Francia, y que concluyó dos años antes de su fallecimiento. Se formó en los años setenta como documentalista en la Escuela Nacional de Cine de Lodz (Polonia). Bajo la vigilancia soviética, algunas de sus primeras películas filmadas no pudieron estrenarse hasta los años ochenta. A pesar de ello, Kieslowski consideraba que filmar era más importante que estrenar.

En su tesina en torno al cine documental y la realidad escribió Kieslowski: «La realidad es maravillosa, abundante, inabarcable, en ella nada se repite, no hay segundas tomas». Todo está en la realidad, sólo hay que saber esperar porque ella se encarga de «traer planos nuevos, extraordinarios». El cineasta filma entonces movido por su fe en la «dramaturgia de la realidad». Es el caso de una de sus primeras películas documentales, La fotografía (1968), donde Kieslowski, a partir de una imagen en el que aparecen unos chicos con armas tras la liberación de Varsovia, indaga en esa realidad representada. Pero pronto el director de Azul se percató de los límites éticos que le mostraba el cine documental: como, por ejemplo, el respeto a la intimidad de una pareja en la película El primer amor (1974).

Fueron estas dudas éticas las que le fueron llevando hacia la ficción cinematográfica. Una de las películas más autobiográficas de Kieslowski es El aficionado (1979), que narra el modo en que una cámara de Super 8 transforma la vida de su protagonista: el cine aparece como diario íntimo, destinado a filmar los primeros años de vida de su hija, y como conciencia política para revelar la corrupción laboral. En la última escena de la película, el protagonista hace girar simbólicamente la cámara hacia sí mismo. Pero es, sobre todo, desde El azar (1987) cuando su cine empieza a dramatizar las ideas. No se trata de que las películas sean la ilustración de ideas previas sino de encarnarlas en los personajes y en la realidad filmada. Stanley Kubrick supo apreciar este rasgo singular del cineasta polaco. Tras ver el Decálogo de Kieslowski, el autor de Barry Lyndon destacó «su capacidad de dramatizar las ideas, en vez de hablar de ellas. Sus opiniones e ideas entrelazadas en una trama entretenida y sorprendente adquieren más fuerza porque, en cierto modo, permiten que el espectador mismo vaya descubriendo lo que quiere transmitir». Es decir, el talento que Kubrick aprecia en Kieslowski consiste en hacer que el espectador no perciba directamente las ideas en la trama, cuando lo más habitual es acabar cayendo en un cine discursivo. Las ideas las ha vivido el espectador en la trama, sin apenas darse cuenta. Sólo después, en la digestión de la película, afloran esas ideas. Lo mismo podría decirse de la trilogía de los colores, dedicadas a los valores de la Ilustración francesa (libertad, igualdad y fraternidad).

Por tanto, tras su etapa documental, la madurez creativa la alcanza con el Decálogo, La doble vida de Verónica y la trilogía de los colores (Azul, Blanco y Rojo). Esta parte de su filmografía tal vez no pueda entenderse sin dos de sus colaboradores: el músico Zbigniew Preisner, de formación autodidacta pues estudió filosofía e historia, compositor de algunas partituras inolvidables, como el Concierto de Van den Budenmayer en mi menor (La doble vida de Verónica) o la Canción para la unificación de Europa (Azul); y el guionista Krzysztof Piesiewicz, abogado de profesión, quien ideó la trama del Decálogo, inspirándose en un cuadro del siglo XV, conservado en el Museo Nacional de Varsovia, sobre los diez mandamientos. El Decálogo fue una serie televisa y, posteriormente, dos de sus episodios, se transformaron en largometrajes: No matarás y No amarás. En esta última etapa de su filmografía, premiada en los principales festivales de cine (Cannes, Venecia y Berlin), sus protagonistas se ven enfrentados a una tensión permanente entre el azar y el destino. De ahí que confesara su director: «No creo en la libertad absoluta».

La doble vida de Verónica, una de mis películas favoritas de Kieslowski, contiene buena parte de sus claves temáticas y estéticas. Se trata de un fascinante cuento metafísico acerca del desdoblamiento de la identidad. Narra el modo en que se entrelazan la vida de dos mujeres físicamente idénticas: una polaca, más impulsiva, y la otra, francesa, más prudente; ambas solitarias y amantes de la música. Una fotografía desvaída y onírica, de tonos verdosos y anaranjados, envuelve a la historia en una atmósfera de irrealidad que exalta la belleza de lo cotidiano. Las ideas sobre la identidad, el azar o el destino ni forman parte de los diálogos ni se apoyan en una voz en off. Las ideas se muestran, no se dicen. La cita de T. S. Eliot con la que se inicia el Decálogo confirma esta consideración estética de su cine: «La poesía es todo aquello que es intraducible». Asistimos a una puesta en escena y a una dramatización de las ideas que se filtran en las miradas, gestos y silencios de su protagonista. Los lugares y los objetos cotidianos escapan a la lógica narrativa, adquiriendo un inesperado valor simbólico. Así se suceden una serie de planos detalles de objetos que cobran una entidad dramática: la bola de cristal que refleja su rostro, duplicándolo; la escena inicial con la lluvia mojando su rostro mientras canta; el contacto de su mano, primero con las hojas de un árbol y, al final, con el tronco. El personaje marionetista actúa como metáfora del demiurgo que mueve los hilos del destino de las dos Verónicas. Al igual que el propio cineasta que maneja la vida enigmática de sus protagonistas.

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