Realismo esperpéntico
Fernando Aramburu cuenta en Hijos de la fábula la contracara de la exitosa Patria
Ricardo Baixeras
Los peces de la amargura (2006), Años lentos (2012), Patria (2016) y este Hijos de la fábula que nos ocupa conforman una suerte de friso narrativo con el que Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) cartografía, por no decir transfigura estéticamente, el sufrimiento que el mundo del terrorismo ha causado durante décadas en el País Vasco. Se dijo, y con motivo, que el escritor donostiarra había establecido un «realismo trágico» que es ético también en la medida en que quiere dar cuenta del sufrimiento de las víctimas a través de una forma literaria no dogmática.
En esta nueva entrega, el autor se aleja del simbolismo, de la dureza, de la soledad y del dolor como retrato íntimo de unos seres que, en aquellas ficciones, daban muestras de que el daño infligido no podía tener como respuesta la indiferencia ni tampoco el silencio. Pero no espere tampoco el lector la complejidad estructural de Patria, ni el realismo exacerbado teñido de una violencia atávica que era la medida exacta del hueco voraz de una herida todavía sangrante.
Lo que aquí se cuenta ahora es, aunque no lo crean, jocoso, esperpéntico, a ratos cuento largo de vodevil corto y, si quieren, la contracara de aquella Patria con la que incendió el panorama de las letras vascas y españolas en 2016. Contracara porque el dolor punzante de aquella novela tiene en esta la mirada humorística que se inocula entre las andanzas de Asier y Joseba, don Quijote y Sancho venidos a menos pero que, como en la novela de Miguel de Cervantes, se necesitan el uno al otro para que la ficción cuaje. Aprendida la lección cervantina del Quijote, Aramburu construye un edificio narrativo en forma de vasos comunicantes que, en su potente, rápido y eficaz fraseo oral, miran el mundo como si ETA estuviera todavía activa y es por eso que pueden decir: «Ya estamos operativos, camino de Euskal Herria. A nivel teórico lo tenemos muy claro. Seguimos las directrices de ETA sin ser ETA».
Sobres estos dos personajes que están a la espera de actuar en el sur de Francia pivota toda la fábula porque he ahí la clave, de eso se trata, de una fábula entre Asier y Joseba, peces sin amargura, vigilándose mutuamente, y sí, una fábula sin moraleja abierta en el campo minado del terrorismo o de cómo es posible semejantes etarras de poca monta si el asunto es tan grave: «Se enzarzaron en un pimpón de pullas. Mataban el tiempo, discutidores, burlones alternos como versolaris en prosa, tumbados bajo la barca. Cada cual se carcajeaba de sus propios chistes. Los del rival, que se los ría su abuela».
La espera ociosa y latente de estos dos pícaros resulta risible y penosa a un tiempo: «Venimos a llenar un hueco. No importa por ahora alcanzar grandes metas. Lo importante es mantener encendida una llama. Que el enemigo siga con miedo». Los ejercicios previos a entrar en acción solo consisten en hacer pruebas de tiro con escobas, robar una gallina como si fuera el secuestro de un empresario o lanzar piedras como si fueran granadas. Hilarantes episodios que conforman una novela de formación imposible que es hija del buen y distinto hacer de Aramburu y que demuestra que Hijos de la fábula alcanza lo que se propone: un reto ético y técnico.
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