Un asesino en serie en Barcelona
El último verdugo, de Toni Hill, es uno de los mejores thrillers patrios publicados en los últimos años
Marta Marne
El garrote vil se asocia en muchos casos a la Inquisición, pero la última ejecución en España a través de este procedimiento, la de Salvador Puig Antich, se produjo el 2 de marzo de 1974. Un método que, como todos aquellos en los que un ejecutor interviene, dependía de la pericia y la fuerza del mismo: una muerte instantánea o una larga y agónica. En el imaginario popular aún resuena la sentencia de Pepe Isbert en la película El verdugo (1964) de Luis García Berlanga sobre la inhumanidad de este sistema: «Si existe la pena, alguien tiene que aplicarla». Pero ¿qué ocurre cuando una persona, por su cuenta y riesgo, dictamina lo que está bien o mal y decide aplicar justicia? ¿Qué es lo moralmente reprobable? Y sobre todo, ¿quién debe sentenciarlo? En un momento político en el que tratan de arrebatarnos las clasificaciones penales que tanto tiempo nos ha costado designar, la última novela de Toni Hill (Barcelona, 1966), El último verdugo, alcanza una relevancia fundamental.
Tras el descubrimiento de tres cadáveres con una escenificación muy meditada, cada uno de ellos en una estación diferente, la policía sabe que cada tres meses tendrá un nuevo cuerpo que analizar. La nota hallada junto a los cuerpos («alguien tiene que hacerlo») deja claro que es un asesino en serie, así que decide contar con una criminóloga, Lena Mayoral, que ayudará a leer las huellas psicológicas que el criminal ha dejado.
Hay una serie de elementos que ya forman parte de la idiosincracia de la literatura de Hill. El primero es la denuncia social como uno de sus rasgos fundamentales sin que el lector apenas lo perciba. La elección de determinados protagonistas en sus ficciones es, en el fondo, un claro posicionamiento político; de este modo, en esta novela el número de personajes homosexuales puede ser equiparable al de heterosexuales y hay también familias homoparentales.
En segundo lugar, la coralidad de sus obras. Nunca tenemos un único y claro protagonista: Hill siempre construye un universo de voces, personajes y relaciones. Y una de las claves para que esto funcione tan bien como lo hace es el talento del autor para dibujar sus personalidades. Este rasgo resulta determinante en una trama en la que víctimas, sospechosos e investigadores se disputan el liderazgo de forma constante. Todos son relevantes por igual, y la alternancia de su trascendencia les coloca a la misma altura. Algo difícil de conseguir.
Por último, los secretos como el motor de sus intrigas; se nos presentan una serie de elementos que tan solo conocen algunos de los protagonistas, y que sirven como moneda de cambio para generar pactos y enemistades. En esta novela todos parecen tener algo que ocultar. Y que el lector siempre vaya un paso por delante y sepa mucho más que los personajes resulta fundamental para que el suspense no decaiga.
Estamos ante uno de los mejores thrillers patrios de los últimos años. La clave reside en una trama inteligente, unos personajes bien construidos y una firme voluntad de entretener como motor de la lectura. Y promete ser uno de los libros que veremos en todas las tumbonas este verano.
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