Antes de que sea diminuta y vieja…

Antes de que sea diminuta y vieja…

Antes de que sea diminuta y vieja… / porAlfonsCervera

Alfons Cervera

El título lo dice todo. Las dos letras mayúsculas separadas por un punto. En realidad le sobra a ese título una M. Sí, hubiera bastado con una sola de las dos letras. Porque Marilyn no necesitaba ningún apellido. Como tampoco necesitaba nada para dormir. Sólo rociar su cuerpo con unas gotas de Chanel nº5. No sé si dijo eso en realidad cuando le preguntaron qué se ponía para dormir. Pero a estas alturas de la realidad y las leyendas ya importa poco lo que fue su vida de verdad o la que nos hemos ido inventado desde su muerte en el mes de agosto de 1962. Tenía 36 años y ahí empezaría a nacer el mito. Lo dice en el prólogo José Luis Muñoz, uno de los dos coordinadores de este libro en el que han participado más de setenta escritores y escritoras de una y otra orilla del Atlántico: «Un hermoso cadáver, como lo fueron el de Eva Perón o Ernesto Guevara. Mitos por morir prematuramente». En uno de sus libros escribía Gil-Albert (¿quién lo recuerda en estos tiempos, quién lo recuerda?) que los mitos son verdad porque se están reencarnando continuamente. Siempre descubrimos algo que les pertenece, aunque sea en el rincón más escondido de una memoria dentro de la cual todo va menguando con los años.

Las rubias platino no han dejado de aparecer desde que ella se metió en las tripas una tonelada de pastillas para conciliar el sueño. Ya sé que hubo otras rubias platino antes o a la vez. Pero la imagen que había en los posters de las casas al lado del Guernica y del Che era la suya. La cultura de masas la incorporó a su nómina de juguetes rotos para convertirla en mercancía y por eso, entre las muchas versiones que hay sobre su vida, destaca la que nos ofrece una mujer toda inocencia, maltratada por la fanfarria de «un Hollywood Babylonia donde los Harvey Weinstein eran legión», como también dice Muñoz en su texto introductorio a este homenaje que nos ofrece una Marilyn más poliédrica que nunca. Por cierto: vaya palabra fea «poliédrica», ¿no les parece?

El tiempo a veces pesa más según para qué gente. Es como si hubiera vidas que viviendo los mismos años es como si cada uno de esos años valieran por dos. O por más. Lo que escribe Joyce Johnson en su magnífico libro Personajes secundarios: «En el otoño del 56, tras haber sobrevivido por los pelos a mis veinte años, estaba a punto de cumplir veintiuno». Sobrevivir como si eso fuera un milagro en algunas ocasiones. Sabía muy bien de lo que hablaba la compañera de Kerouac en los años beatniks, cuando las mujeres ocupaban sólo las sillas que los hombres dejaban vacías en sus noches de farra por las calles y los cafés de Nueva York. Vivió Marilyn Monroe hasta los treinta y seis. Alguien podría hablar igualmente de una supervivencia casi inexplicable si atendemos a la fragilidad con la que casi todas las versiones han retratado su existencia. Pero hay otras versiones menos amables, no tan dulces: siempre supo y bien lo que hacía con su vida. El cálculo que movía sus viajes de ida y vuelta a la desolación, a la soledad infinita que era la imagen de marca que según esas versiones se había fabricado ella misma para despistar a quienes escriben la historia de los otros para convertirla en leyenda. No sé cuál de esas imágenes es la auténtica. Me da igual. Sigo teniendo en casa posters y carteles de sus películas. Y será muy difícil que olvide algún día el blanco y negro de The Misfits, su última película, titulada aquí Vidas rebeldes, dirigida por John Huston en 1961 y protagonizada por Clark Gable y Montgomery Clift, otro que tal baila si hablamos de gente desvalida.

Lo que aparece en M. M. es un amplio y variadísimo catálogo de retratos de Marilyn. Como escribe en el otro prólogo Gustavo E. Abrevaya: «Historias románticas, dolorosas, políticas, bizarras, conspirativas, algunas muy oscuras». Y más adelante: «¿Quién de las versiones que aquí se cuentan fue Marilyn?». Pues seguramente todas y ninguna. Lo que es cierto -o a mí me lo parece- es que hay vidas vividas más al límite que otras. Y la de Marilyn Monroe fue una de esas vidas desde que nació con el nombre de Norma Jean y fue buscando casas y gente desde el mismo día en que supo que el mundo se te come si tú no te lo comes antes. Seguramente -al menos durante un tiempo- se dio en su vida esa mezcla de cálculo y fragilidad que aparece en este libro escrito a más de setenta manos con el denominador común de un intenso amor por una mujer que tuvo que luchar incansablemente -como tantas otras por el hecho de ser mujeres- para encontrar su lugar en un mundo copado por los hombres. Cierro con unos versos de Hettie Jones, otra escritora inmensa que casi nadie conoce porque también, como Joyce Johnson, es de la generación beat, la de los Kerouac, Ginsberg, Corso, Burroughs y compañía. De hecho, su nombre era Hettie Cohen y cambió su apellido por el de Jones cuando se casó con otro menda de esa generación: LeRoi Jones. Aquí sus versos que siempre me recuerdan a Marilyn: «Quizás la presión de esta música / deforme mi alma / hasta que esté retorcida y llena de arrugas / y sea diminuta y vieja». Y una seguridad: lo van a pasar bien si deciden leer este libro. Hay muchas Marilyn para elegir en sus páginas. Poliédricas, esas páginas. Menuda palabra…