Más allá de las palabras

Ricardo Menéndez Salmón reúne en Los muebles del mundo una selección de veintiún cuentos, diez de ellos inéditos o no recogidos en libro, que tocan asuntos centrales de su narrativa

palabras | ILUSTRACIÓN DE PABLO GARCÍA

palabras | ILUSTRACIÓN DE PABLO GARCÍA / porMOISÉSMORI

MOISÉS MORI

Reúne Ricardo Menéndez Salmón en Los muebles del mundo veintiún cuentos escritos entre 1999 y 2022, algunos ya publicados en Los caballos azules (Trea, 2005) o Gritar (Lengua de trapo, 2007) y a los que se suman otros diez cuentos inéditos o no recogidos hasta ahora en volumen.

En una nota preliminar a esta colección, ilustra el autor el sentido de su tarea aquí con esta imagen, la de «un narrador ante el fuego»; una voz que quisiera mantener la antorcha de la esperanza, de la consolación: «Todos mis relatos -dice- son narraciones ante la hoguera, tentativas de que el fuego no se consuma, de que la noche no sea completa, irremediable». Pues, en efecto, al margen de las diferencias entre géneros, entre relato corto y novela, la escritura de Menéndez Salmón se nos aparece siempre inmersa en esa concepción del mundo como un lugar oscuro y sin salida posible, donde la literatura, el arte, tendría ante todo un poder aliviador, el de calmar la pérdida, el sinsentido de la existencia. De modo que los cuentos operan con una materia muy semejante a la que constituye las novelas del autor que hemos ido conociendo (de La ofensa a Niños en el tiempo, de La luz es más antigua que el amor a El sistema u Homo Lubitz), aunque precisamente por ello también podemos entender -como en la nota preliminar se señala- que sea la novela, y no el cuento, el género que le procure hoy la forma más acorde a los propósitos declarados, a esa sensibilidad moral, y resulte así, en definitiva, la estrategia más apropiada para enfrentarse a «un permanente estado de crisis».

En todo caso, los relatos aquí seleccionados representan insistencias en esa misma línea, manifiestan tanto el sustrato del mal, del terror (un extremo ineludible en el novelista de la Trilogía del mal), como la conmoción de lo inefable y el afán de belleza (la otra cara de su literatura: la luz que es más antigua que el amor). Ahora bien, aunque el conjunto muestre esa coherencia interna, las veintiuna piezas que componen el libro presentan ambientes, épocas y personajes muy distintos, y siempre con completo dominio y riqueza de recursos: desde una funcionaria a un teniente o una condesa, desde una casa tan común como la nuestra al archivo de Nietzsche, del taller de un pintor del siglo XVI a los trenes de la muerte en la Segunda Guerra Mundial, del jazz y Chicago a Montevideo, las peripecias de exiliados rusos o las calles de Madrid; todo ello en un estilo espléndido que no renuncia sin embargo a algún registro cercano a la caricatura, caso del lapidario y paranoico monólogo de un fan de Pascual Duarte, o el dúo entre Astérix Macron y un fantoche que se parece a Trump.

Bien es cierto que los personajes y ambientes en los que estos cuentos se centran preferentemente son de orden cultural; o mejor: sobre cómo vidas de pintores y filósofos, ilusiones y ansias de escritores, fotógrafos y músicos, transitan entre las raíces del malestar social, el disputado sentido del arte y el mayúsculo absurdo del universo mundo. Pero si este dato cultural puede remitir al modelo de pintores ilustres y vidas imaginarias, también es imprescindible señalar que allí donde, por ejemplo, Marcel Schwob o Borges cultivan brillante, magistralmente, una forma literaria que en sus manos adquiere la medida justa de saber y literatura, el propósito que sin embargo palpita en Los muebles del mundo no es exactamente ese, pues lo que los relatos de Menéndez Salmón encuentran en esas vidas de pintores y escritores, también en las de artistas fracasados, en el amargo destino de aquellos que no llegarán a nada («usted nunca será escritor»), es un espacio idóneo para enfrentar esas vidas a la anomalía originaria, a la triste condición de nuestra carne mortal, prisionera de un mal ineludible aunque conocedora y cómplice de la belleza, de una iluminación que pareciera acercarnos a la trascendencia. O en palabras del autor en la nota previa: «Todos mis relatos arrancan de esa visión de alguien rodeado por la oscuridad, pero en posesión de un privilegio».

La oscuridad es universal y común, nos cubre a todos; el don del autor se transmite luego a no pocas de sus criaturas (hablemos de Joyce, de un pintor flamenco, Charles Mingus, un aspirante al Nobel...), incluso rasgos personales del propio narrador se filtran en varios de sus personajes a través de algún guiño nominal o resonancia geográfica, en huellas de un recorrido, de la propia pasión, de la oscuridad misma.

No obstante, el cuestionamiento de la identidad traza a su vez una de las líneas más definidas del libro, ya fundamentaba el cuento inaugural «Los caballos azules», donde el clásico tema del doble se encarna en la doble vida de un desdichado. Pero esa duda o interrogación sobre la realidad efectiva del sujeto se perfila asimismo en la superposición de destinos y la coincidencia de nombres, en saltos y pliegues temporales más o menos fantásticos, que borran, reescriben y confunden días, rostros, amores. Leemos aquí y allá: «nuestra vida no es una sola»; «existe un mundo dentro del mundo»; «un nombre es solo un nombre es solo un nombre», «un huevo dentro de un huevo»... Y la paradójica pero no insólita concurrencia de una voluntad fuerte, afirmativa, con esa puesta en duda de la identidad propia reclama no pocas veces la compañía de un semejante (aunque sea la expareja: «Los ancestros»), la búsqueda en suma de un aliado o alma gemela «más allá de las palabras» («Gritar»), un amor («A nuestros amores») con quien afirmar el nombre y la razón de vivir mientras el mundo «sube-baja-sube» («El terror»), sigue y sigue con su incesante, implacable ruido («Ruido de fondo»).

Eso sí, cuando nos movemos en los dominios del arte, surgen falsificaciones, misterios, fraudes, palimpsestos..., pero sobre todo obsesiones. Porque si la mentira puede encontrar en ese medio un terreno propicio al engaño, lo que caracteriza y mueve al verdadero artista es la hondura de su pasión, ese volcarse en lo imposible, en lo indecible, si bien, antes que alcanzar lo sublime, ese turbio apasionamiento tiende a desembocar en las regiones de la enfermedad, en el pozo de la locura misma; de hecho, Menéndez Salmón cierra este magnífico libro con tres relatos que manifiestan directamente esa fiebre, esa feroz tiniebla animal («Vampiros en Weimar»), angustias y ofuscaciones de las que pueden resultar obras tan grandiosas como descabelladas («Vida de Henry J. Darger, pintor») y que expresan el mismo desengaño que quizá ya podía intuirse en el epígrafe del que se ha tomado el título del libro («Somos (...) los muebles del mundo», cita de David Foster Wallace, él mismo artista tan colosal como fatalmente desesperado), y que culmina -fin y principio- con el relato «La bella y los monstruos», donde una hermosa y gélida Catherine Deneuve contempla en el Hospital Tavera (Toledo) las bárbaras, perturbadoras figuras pintadas por El Greco, se mueve asimismo entre los enfermos allí acogidos, se acerca la bella al monstruo de la muerte, toca con su mano fría la llama del arte.