Tramar y tramar: el autor como conspirador

Que trama designa un ingrediente básico de cualquier narración y, a la vez, sugiere un plan trazado (trenzado o tejido, vista la nota textil), a menudo ordenado a causar el mal de otros, parece algo evidente y ha sido señalado muchas veces

Portada del primer volumen de la trilogía de Javier Marías Tu rostro mañana (Alfaguara, 2002)

Portada del primer volumen de la trilogía de Javier Marías Tu rostro mañana (Alfaguara, 2002) / porRaúlRodríguezFerrándiz*

Raúl Rodríguez Ferrándiz

Hablamos de la trama de una novela o una película (digamos, Tu rostro mañana de Javier Marías o Con la muerte en los talones de Hitchcock) y hablamos de tramas como los idus de marzo, la conspiración de la pólvora de Guy Fawkes o la trama Gürtel.

De la misma manera que el escritor de ficción trama sus narraciones, disponiendo personajes, tiempos, lugares y relaciones entre ellos, ordenadas desde el final (es decir, el narrador no espera a que surjan los acontecimientos como hacemos los pobres mortales en nuestra vida, sino que los provoca porque ya tiene previsto el desenlace), así pasa con las teorías de la conspiración, que elevan el plot a complot: en ambos casos una entidad todopoderosa maneja los hilos, mientras nosotros, personas y personajes, somos torpes marionetas a su merced, además de ilusas al creer que actuamos movidos por un motor genuino que alimentamos de nuestra propia gasolina.

Cartel del film Con la muerte 
en los talones (North by 
Northwest, Alfred Hitchcock, 1959).

Cartel del film Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959). / porRaúlRodríguezFerrándiz*

Esa vinculación, sin embargo, no es simétrica: nos cuesta menos concebir las conspiraciones como relatos (y muchas se han convertido en relatos: de Julio César de Shakespeare a El cementerio de Praga de Umberto Eco) que los relatos como conspiraciones. Pero esa figura del conspirador como Gran Narrador tanto vale para todos los poderosos en la sombra (sean conspiraciones probadas o conspiranoias delirantes) que están detrás de los magnicidios, atentados, resultados electorales, pandemias, guerras, crisis económicas, etc. (masones, jesuitas, brujas, jacobinos, judíos, islamistas, Illuminati, el Club Bilderberg, el Gobierno Federal USA, la NASA, los extraterrestres, la ONU, los Rockefeller, Bill Gates, George Soros, la OMS, las farmacéuticas) como para Flaubert, Dostoievski, Proust, Pérez Galdós, Clarín, Cortázar o Javier Marías como autores de sus relatos, manejando a su antojo a Emma, Raskólnikov, Marcel, Gabriel de Araceli, Ana Ozores o Jaime Deza.

«Meme» que juega con la tabla central 
del tríptico de Santa Columba, 
de Rogier van der Weyden

«Meme» que juega con la tabla central del tríptico de Santa Columba, de Rogier van der Weyden / porRaúlRodríguezFerrándiz*

Lo dicho también vale, claro, para los relatos de la fe: quien creía en Zeus, Poseidón, Afrodita o Atenea (conspiradores en conflicto, con relatos que pueden contraponerse y se dirimen en el Olimpo) tanto como en Yahvé, Dios o Alá (cada uno autócrata plenipotenciario en su universo narrativo, aunque enfrentados entre ellos en la geopolítica trascendental) también se resigna a formar parte de un guion que no depende de él.

Escena de Titanic (James
 Cameron, 1997).

Escena de Titanic (James Cameron, 1997). / porRaúlRodríguezFerrándiz*

Que la conspiración (respirar muy juntitos, a partir un piñón, en colusión contra un tercero) es fuente de inspiración (el soplo en el oído que te insuflan), de espiración (sale el relato por la boca) y de expiración (hay que cargarse a alguien para alimentar la trama y provocar terror y piedad) es casi natural, no solo por la etimología compartida. Dios inspiró a los Evangelistas, que fue como instruirles en varias conspiraciones de sabio narrador: dando a Adán y Eva una libertad casi ilimitada pero poniéndoles una prohibición absurda que sabía que iban humanamente a saltarse, mimando a Abel para provocar la envidia de su hermano, alabando esa fe de Abraham que le haría cometer un infanticidio integrista (que convenientemente detuvo tras un cliffhanger angustioso), y sacrificando a su propio hijo por una causa mayor para luego introducir al tercer día un deus ex machina.

Hay un cuadro que condensa todo este episodio capital de la trama celeste: se trata de la tabla central del tríptico de Santa Columba, de Rogier van der Weyden, que está en Munich: es una Adoración de los Reyes en la que, en el pilar central del portal de Belén donde está la Virgen con el niño, vemos colgado un crucifijo, como haciendo un spoiler a los personajes. Nosotros ya sabemos cómo termina esa historia, pero no sabemos cómo terminará la nuestra: de ahí que en cierto modo todo relato sea fuente de consuelo y de envidia a partes iguales.

La vida helada, el cálido relato

Walter Benjamin lo expresó con gran clarividencia: decía que la novela no nos importa por representar un destino ajeno e instructivo, es decir, por ser pedagogía de vidas ejemplares o de contraejemplos a evitar, sino porque en esos fuegos de la trama narrativa donde se consumen vidas ajenas hay la certeza de un destino, y los lectores calentamos nuestra vida helada, privada de uno cierto, a su vera. En los relatos las vidas tienen un propósito, un cierre inteligible, mientras la vida que vivimos está sometida al viento gélido del azar, a torpezas y malentendidos, a la inconclusión desasosegante de un final tan seguro como desconocido. Nuestras vidas se subrogan a las de los personajes del relato, vientres cálidos donde encontramos el consuelo de un plan superior que las ordena, de un final que está escrito y le consta a alguien.

Hannah Arendt, por su parte, buscó un compromiso entre la vida propia y la obra narrativa ajena: contarnos nuestra vida. Apuntaba que toda narración parece imitar engañosamente la imprevisibilidad, la fragilidad y la contingencia de la existencia humana, cierto, pero si no convertimos la nuestra en un relato, no hay ni comprensión ni aceptación: las penas propias, pero también las dichas, solo encuentran un cauce inteligible y soportable cuando son narradas y porque son narradas. El «día del juicio» mundano (distinto y superior al de la muela) le llega a cada cual cuando descubre esta pequeña verdad en las narraciones y cuando es capaz de trenzar el hilo narrativo de su propia vida, aunque sea, claro, sin desenlace.

Contabilidad del cuento

Pero hay historias e historias. ¿Qué peligro amenaza a cualquier contador de historias? William Labov lo llamó el so what? La destreza que evita ese ¿y qué? es lo que llamó la tellability, que no es lo mismo que la narratividad. La «narratividad» es lo que hace que un relato lo sea. Pero la tellability, que es intraducible (porque si decimos «contabilidad» habría que precisar contabilidad del cuento, no de la cuenta), es lo que hace que ciertas historias sean dignas de ser contadas por algo inherente que tienen: que nos preguntemos ¿y qué más?, como hacía el sultán con Scheherazade: algunos relatos salvan vidas.

Esa contabilidad parece tener algunos ingredientes universales, aunque adaptables a latitudes distintas. Labov cuenta la anécdota de una receta de bestsellers francesa: una buena historia debía tener misterio, sexo, aristocracia y religión. Así que todo eso sumado sugería un inicio de este tipo: «Dios mío, exclamó la marquesa, estoy embarazada, ¿quién será el padre?» Piensen en Las amistades peligrosas, pero, si sustituimos lo de la aristocracia por la burguesía acomodada, caben los culebrones, Buñuel tanto como Berlanga y Almodóvar, Mamma mia y la crónica rosa y negra (este verano pasado hemos tenido muestras de ambas) de los programas del corazón.

Hay historias que hacen mejor caldo que otras porque proyectan una variedad de senderos alternativos en la mente del receptor (como en el jardín del famoso cuento de Borges). La historia se decanta por uno de ellos, pero eso no obsta para que el lector o espectador haga sus apuestas. La ineluctabilidad de un desenlace es lo que le da la fuerza a una historia, su carácter irreversible, pero ello no impide, sino que casi espolea la imaginación del receptor hacia otros escenarios anticipados. El cierre narrativo decidido por otros puede sorprendernos o colmar nuestras expectativas, puede decepcionarnos porque esperábamos otra cosa o precisamente porque se veía venir demasiado. Pero no podemos hacer nada al respecto. ¿O sí?

El receptor como productor

Cuando se estrenó Titanic, cientos de millones de espectadores quedaron arrasados por la imagen de Jack hundiéndose en las aguas heladas del Atlántico norte, mientras Rose se despedía desde el pecio flotante que le permitió salvarse. Pues bien, algunos de ellos no se resignaron. Un creador en particular tomó hace unos años imágenes de otros films de Leonardo Di Caprio (La playa, El aviador, Atrápame si puedes, Origen o Shutter Island), de Kate Winslet (Sentido y sensibilidad, Wonder Wheel, Divergente) o de ambos (Revolutionary Road), incluso otras donde se aludía al naufragio (un episodio de la serie Downtown Abbey) o a barcos entre hielos polares (The Terror). Con ellas compuso varios cortos y trailers de películas no existentes, con finales alternativos, insertando una voz en off o unos subtítulos que tejen nuevos hilos narrativos. En uno, resultaba que Jack había llegado exhausto a una isla. Rose rehizo su vida (como pasa en Náufrago, con Tom Hanks y Helen Hunt), pero Jack se decidió a buscarla y acabaron juntos y felices, padres de varios niños. O Jack sí murió, pero los restos del Titanic permitieron en 2053 recuperar su ADN, clonarlo en un nuevo ser, con sus recuerdos intactos, y acelerar su crecimiento hasta que pudiera encontrarse con Ivy, la tataranieta de Rose (interpretada por Kate Winslet, claro), quien a su vez es la brillante científica del proyecto. Ese narrador amateur en YouTube, VJ4rawr2, es sin duda un gran conspirador.

Queremos más historia cuando está incompleta, y queremos tener el poder de prolongarla cuando ya está cerrada: no aceptamos que nos limiten el territorio de la imaginación, que parece por naturaleza ilimitado, como un universo en expansión. Que el final de una narración no nos satisfaga, y esa insatisfacción sea el combustible que enciende la chispa de otras, a veces agudas y a veces disparatadas, a veces nutritivas y a veces consolatorias, solo quiere decir que el relato es fuente inagotable de placer y de inquietud.

*Raúl Rodríguez Ferrándiz es Catedrático de Semiótica de la Comunicación de Masas en la Universidad de Alicante.