El fabuloso caso del Hotel Splendide

El magnate Henry Ford coleccionaba casas, que hacía trasladar al jardín de su museo pieza por pieza, con todo lo vivido intacto dentro, mientras que el genial Ludwig Bemelmans convirtió su trabajo en el Ritz en un monumento narrativo repleto de vidas

Ilustración de Sara Martínez

Ilustración de Sara Martínez

Laura Fernández

A finales de los años 80, Bill Bryson, el viajero incansable, el escritor decidido a describir el mundo -y todo lo que sabemos de lo que somos o hacemos en él, ¡ha escrito incluso un viaje al centro de nuestro propio cuerpo!- con un sentido del humor delicioso y adictivo, decidió que había llegado el momento de regresar a casa. Oh, no iba a hacerlo para siempre. Lo único que quería era viajar por su país, el país que había abandonado, que había cambiado por Inglaterra -sitio al que sintió que pertenecía nada más poner un pie en él-, hacía diez años. El país era, claro, Estados Unidos. ¿Su intención? La de recorrerlo de punta a punta, deteniéndose en pueblecitos, o pequeñas ciudades, y partiendo del lugar en el que nació y se crió, el aburrido, por pacífico y previsible, Des Moines.

Des Moines está en Iowa, en algún lugar del profundo Medio Oeste norteamericano, ese sitio que, desde aquí, imaginamos repleto de dinners -los encantadores cafés con reservados-, gasolineras más o menos solitarias, y pueblos de una única calle comercial en la que no hay forma de que los comercios compitan entre ellos porque apenas hay uno de cada. Y, si decides acompañar a Bryson en su viaje -un viaje que revive aquellos que hacía en su infancia con su familia, durante los veranos, en el coche de su padre, un periodista deportivo al que no le gustaba pagar por nada-, acabas visitando prácticamente cada uno de ellos. Para ello antes debes hacerte con un ejemplar de The Lost Continent, el libro en cuestión, titulado en España ¡Menuda América! y publicado por Mondadori en 1994.

Además de camareras, y moteles -los moteles son, en realidad, el auténtico protagonista de la historia, ellos y el pasado de Bryson, la propia idea del viaje como elemento fundamental de la cultura norteamericana-, en The Lost Continent aparecen museos de escritores. O, más bien, ciudades por completo entregadas a los escritores que nacieron o crecieron en ellas. Ocurre con Mark Twain en Hartford (Nueva York), y con William Faulkner en Oxford (Misisipi). Aunque el museo que más llama la atención de todos cuantos Bryson visita es el museo de casas de Henry Ford. Oh, el Henry Ford Museum no contiene únicamente casas, también contiene el último aliento de Thomas Edison y la limusina en la que fue asesinado John Fitzgerald Kennedy.

El museo de Henry Ford

Impresionado, Bryson pasea entre las ocho casas que Ford hizo trasladar al enorme jardín de su museo -las hizo desmontar, pieza a pieza, no son réplicas sino las casas originales-, entre las que se encuentran la del mencionado Edison -con quien estaba especialmente obsesionado-, Harvey Firestone -el fabricante de neumáticos- y George Washington -el primer presidente de los Estados Unidos-, y el lector lo hace con él, preguntándose de qué manera los sitios en los que vivimos, o por los que pasamos, contienen, para siempre, parte de nuestra historia, y de qué manera puede esa historia compartirse. Ludwig Bemelmans, el genial escritor austrohúngaro, lo tenía claro. Nada como convertirlos en protagonistas de un libro.

Ludwig Bemelmans  Hotel Splendide   gatopardo ediciones  224 páginas   20,95 euros

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El Nueva York previo a la Gran Depresión

En el fabuloso Hotel Splendide (Gatopardo Ediciones), Bemelmans revive sus peripecias como camarero en el lujoso Ritz de Nueva York, y lo hace en una época -la previa al crack del 29- en la que todo era fasto y opulencia, y, por supuesto, absurdas situaciones entre, no únicamente todo tipo de sofisticados y a veces monstruosos clientes -marqueses bajitos y gordos que huelen como cajas de caramelo y calzan tacones; una pareja de ricos con aspecto de dos viejos sapos que se posaran, cada vez, en una hoja de nenúfar distinta-, sino también sus trabajadores. Hay maitres, magos, camareros en extremo pacientes, músicos, dibujantes y ambiciosos lavaplatos que pueden llegar a retirarse si juegan sus cartas como es debido.

Algo más que un buen dibujante

Como Nathanael West, el autor del imprescindible El día de la langosta -que empezó a escribir en la recepción del Kenmore Hall, mientras atendía el mostrador-, Bemelmans nació en 1898 y murió en 1962, habiendo sido, sobre todo, aquello que ya es su personaje en el ficticio hotel Splendide: un buen dibujante. Y, aunque se le recuerda por sus libros infantiles -en concreto, por una serie protagonizada por una niña llamada como su mujer, Madeline-, escribió un buen puñado de libros de memorias -Small Beer, At Your Service, Hotel Bemelmans-, también ilustrados por él. En esos libros no sólo se contó a sí mismo con detalle sino a todo aquel que coincidió con él en ese contenedor de historias cruzadas: el hotel, cualquier hotel, o mejor, uno en el que sólo cabe la diversión, y el absurdo.