Complicidades

Los chapucillas

Leonardo Da Vinci

Leonardo Da Vinci / Leonardo Da Vinci

Carlos Marzal

El chapuzas murió hace mucho tiempo. Ya no existen los chapuzas como gremio bien caracterizado. La especialización se los llevó por delante, en nombre de un principio que no comparto a menudo, y según el cual más vale saber mucho de casi nada, que un poco de la mayoría de las cosas. Los que dicen saber de estos asuntos teorizan que la evolución tecnológica y científica hace imposible el saber generalizado. Por lo tanto, más vale ser un lumbreras en el manejo de la llave allen del número siete que tener una idea aproximada de cómo funciona el tambor de la lavadora.

Antes, en el mundo de ayer, el chapuzas era una institución patria, y en el bar de la esquina estaba Pepito, que lo mismo te arreglaba los problemas de embrague del 600 que te pintaba de gotelé el pasillo de casa, te desatascaba las cañerías del baño y te cambiaba los plomos del contador de la luz: lo más parecido a un Leonardo da Vinci portátil del tardofranquismo, un empirista universal del barrio. El chapuzas era el hombre para todo, siempre de guardia, siempre alerta, siempre dueño de la solución. Esto lo arregla Pepito: y no se hable más.

Hoy en día, lo más parecido que tenemos en España al chapuzas prehistórico es el tertuliano de la radio y la televisión, el sabio sincrético, con su repertorio de herramientas morales para cualquier asunto de actualidad: las erupciones volcánicas y los entresijos del Kremlin, el terrorismo islámico y las cotizaciones del barril de Brent, el vestuario del Real Madrid y las canciones de Eurovisión. Lo que le eches.

Tengo la impresión de que los escritores pertenecemos también al extinto universo de los chapuzas. De los chapucillas. Somos gente -salvo excepciones de erudición oceánica- que sabemos una pizca de ciertas cosas -la temperatura del lenguaje, los recovecos del corazón, la literatura de aquí y de allá-; pero que lo ignoramos casi todo. Sin embargo, con nuestra célebre impunidad, con nuestro descaro sin límites, escribimos como si lo hubiéramos leído todo, como si lo hubiéramos vivido todo, como si tuviésemos respuesta a todos los dilemas del ser humano. La escritura, entre otras muchas cosas, es un salvoconducto para posar de sabios. En mis papeles mando yo. A mis criaturas las pastoreo yo. Mis catástrofes filosóficas las resuelvo yo con mi propio sistema ontológico. Y por el mismo precio te hago una sextina al azul de tus pupilas.

Puede que el chapuzas verdadero haya muerto para siempre, pero al género humano aún le queda la esperanza de recurrir de vez en cuando a nosotros, los chapucillas intermitentes de la literatura.