Estrategias sensatas para profesores inquietos

El libro Cómo dar una buena clase ayuda a mejorar la experiencia docente sin caer en dogmatismos

Alumnos universitarios en una clase.

Alumnos universitarios en una clase. / porRafaLópez

Rafa López

Rafa López

La tentación de escribir una especie de libro de autoayuda para profesores atribulados debe de ser fuerte en estos tiempos de innovación pedagógica, falta de atención y preocupación creciente por la calidad educativa. De esa tentación han huido como de la parca Salvador Gómez y José Cabeza, autores de Cómo dar una buena clase. Este volumen, de la colección Guías del escritor de editorial Alba, no es ningún manual plagado de instrucciones, decálogos y mandamientos, sino más bien un ensayo ameno, trufado de humor, referencias culturales, consejos sensatos y fina ironía, en torno a la experiencia de dar clase y las posibles estrategias para mejorarla. Y es que sus autores, además de profesores universitarios, son creadores vinculados al guion cinematográfico y a los videojuegos. Y se nota.

Salvador Gómez es profesor de la Universidad Complutense y José Cabeza, de la Universidad Rey Juan Carlos. El primero es subdirector de los Cursos de Verano de El Escorial, y enseña sobre comunicación y videojuegos, mientras que el segundo da clases sobre guiones y ha escrito diecinueve. Han impartido más de treinta asignaturas y llevan más de veinte años creando clases para, aproximadamente, un total de 8.400 alumnos. A ellos les dedican el libro.

Que cada capítulo se inicie con una cita de Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719) da una buena pista sobre cómo se deben de sentir muchos docentes en la actualidad: náufragos solitarios en una isla rodeada por un océano de personas que tienden a ignorarlo. La omnipresencia de las pantallas acentúa el desafío de gestionar la atención; y a la sensación de aislamiento se suma una «maldición», pocas veces comentada, que apuntan los autores: el profesor cumple años y sus alumnos no. Este hecho inevitable puede acentuar la sensación de distancia con el alumnado y la posible percepción del deterioro de la calidad educativa, algo tan antiguo como la vida misma: Gómez y Cabeza señalan que en un documento sobre la Universidad Complutense en el siglo XVI también se recogía que los alumnos venían peor preparados que en el siglo anterior.

El libro no ignora ninguna de las dificultades a las que se enfrentan actualmente los docentes, incluso las más íntimas, como el problema de sentirse un impostor, o el anatema que se cierne sobre quien osa echar a un alumno de clase, una medida excepcional que consideran un «reset» útil en determinados casos. Sin embargo, el texto no rezuma impotencia ni victimismo, sino la sensación de que la vocación docente de sus autores sigue intacta y que para ellos dar clase sigue siendo una fuente de felicidad. Tampoco transmite dogmatismo: no pretenden ser gurús de la educación y dejan muy claro desde el principio que no ofrecen estrategias infalibles.

Según han explicado Gómez y Cabeza, la idea del libro surgió del cansancio de soportar las numerosas insensateces que se dicen en los cursos de innovación docente que tienen que recibir de vez en cuando. Frente a ello, y sin perder de vista el reto de dar clases que capten la atención ante la invasión de pantallas y otros estímulos exteriores, Gómez y Cabeza ofrecen toneladas de sensatez. Así, cuestionan la moda de la «gamificación», el recurso omnipresente a las presentaciones power point o la obsesión por convertir las clases en conferencias TED, como si fuera posible equiparar una charla de 15 minutos a una clase de una hora. En general, critican que las herramientas educativas fagociten la docencia, y que incluso se delegue la responsabilidad de la educación en el instrumento. Un ejemplo de esto lo que llaman, con humor, películas «por-no»: aquellas que los profesores proyectan a sus alumnos por no dar una clase. En su lugar, los autores recomiendan imitar a los youtubers exitosos.

Advierten también sobre la saturación, introducir más y más contenidos en una clase como si fuera una maleta: esta te «avisa» cuando ya no caben más cosas, algo que no ocurre en una clase.

Aunque no es un libro estructurado como una recopilación de pautas, algo de lo que abusan los libros de autoayuda, sí ofrece numerosos consejos y recomendaciones prácticas, como una serie de estrategias para que los alumnos no hablen en clase o una lista de «20 heridas» (errores) que se deben evitar en el aula, a modo de anexo.

Si hubiera que extraer una «proposición docente» entre todas las del libro, un solo mandamiento que resuma todos, es el de la humildad, entre otras cosas para comprender que «nadie te pide que seas el Mozart de la educación», como dicen los autores, ni siquiera el profesor Keating de El club de los poetas muertos, al que sus alumnos, subidos a las mesas, alababan al grito de «oh, capitán, mi capitán». Una idealización inspiradora que –subrayan- «ha hecho tanto daño a la educación como los estereotipos de Disney sobre príncipes y princesas a las relaciones personales».

Nadie dijo que dar clase sea fácil; y si alguien lo dijo, claramente mentía. «Aprender a dar una buena clase no está solo en los cursos de innovación docente o en los tratados teóricos de la asignatura, también lo puedes encontrar en las personas que comparten tus intereses, miedos y experiencias», recuerdan Salvador Gómez y José Cabeza. En eso consiste este libro.