Del buen contar
La providencia de la oportunidad en La última función de Luis Landero
Es una novela en la que tanto la representación como el móvil de que todo lo bueno que tiene que ocurrir ocurrirá es una realidad. Con mi lectura he formado parte de esa historia con la única pretensión de mostrarnos el vivir con signos épicos. En dos actos, en correlación con el título de la novela, La última función (Tusquets, 2024) de Luis Landero, he leído una confrontación entre dos personajes aparentemente antagónicos, como son, por una parte, Tito Gil, el arte en sí mismo, un hombre positivo, maleable, con un don en su voz, que sabe lo que quiere en la vida, caracterizado en oposición al mundo literario real, pues no se mueve por halagos ni envidias, sin enemigos, con una existencia entre la comodidad y la querencia de lo que persigue, representando, realmente, la épica del fracaso (p.134). Y, por otra parte, Paula, una mujer con casi cuarenta años y con una vida insatisfactoria al no haber conseguido destacar en nada; al contrario, lo que ha logrado ha sido acumular fracaso tras fracaso, a causa de su mala suerte siempre: «O quizá es que a veces una elige su propia desgracia. Cuánta razón tenía mi madre cuando me decía: No te fíes de los místicos. (p.91)». Paula es el amor naufragado, sin poder de ilusión, pero, como en los mejores melodramas, la casualidad cambiará su suerte.
Y todo ello contado por un narrador, eficientísimo, que nunca olvida que lo es al emplear expresiones del tipo «para ir abreviando», en primera persona del plural, pues representa a un nosotros, los del pueblo: «Nosotros, los relatores de esta historia…» (p.96); «Nosotros, los rememoradores de esta historia» (p.134). Nos cuenta lo que a él le contaron y lo que también les contaron a otros; lo que él y otros pudieron ver; y, sobre todo, también nos cuenta lo que se supone que siempre pasa en el amor (porque hay amor del bueno), pues eso no hace falta que lo veamos para saber cómo es. La elección del narrador, con sus diferentes puntos de vista, es, sin duda, una de las bazas de la novela, al volver a demostrar que su autor es un excelente contador de historias. En este caso, su complejidad se extiende a que todo lo fundamenta siendo un narrador testigo en las partes de la novela que tratan sobre Tito y Paula, pero con la inclusión de párrafos en primera persona pronunciados por los propios protagonistas insertos en la narración, con lo que se consigue una excelente actualización y una perspectiva narrativa muy efectiva.
Y en el centro, San Albín. Un pueblo pequeño que va directo al más absoluto abandono para formar parte de la España abandonada, plagado de personajes secundarios estupendos que se reúnen en el Bar Pino: Amalia, la novia anterior del protagonista; su padre; Doña Lourdes, Gregorio Pino, La tía Casilda, que les cuenta la infancia e inquietudes de Tito; Quinito Maya, el escritor obsesionado por pulir su estilo sin saber qué escribir, que es tendero y policía; Regina Casal, Francis, el periodista; Andrés Cruz, el concejal de cultura, Blas, hombre de libros y no de acción; Fonseca, con su laconismo. Y siempre con el empleo de ese humor exquisito que impregna toda la novela en pequeñas pinceladas, como, por ejemplo, demostrar que todo es producto del azar mediante el recuerdo biográfico de que sus padres compraran un mueble con una vitrina para los licores y estanterías para los libros, y de ahí que: «pues bien, mi hermana salió alcohólica y yo salí lector» (p.148). Todos se unirán en esa línea narrativa magistral de un nuevo futuro para el pueblo mediante el turismo, el cual entroncará con la tradición que supone la celebración de la festividad local mediante una representación teatral del «Milagro y apoteosis de la Santa niña Rosalba». Es su última oportunidad. Es entonces cuando la magia del contar se convierte en un capricho exquisito.
Y ¿Por qué deberíais de leer esta novela? Porque, cuando a un lector le gusta lo literario genuino, cuando se sabe trazar una acción nada fácil mediante el retrato fabuloso de los personajes y el manejo tan hábil del tiempo narrativo, cuando el lector siente la humanidad de todo lo que lee, solo queda disfrutar y porque Luis Landero es un maestro del «buen contar» sin trucos de famoso prestidigitador influyente.
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