La música del verano que fue y será

Tras el éxito de Simón, Miqui Otero cambia inteligentemente de escenario –se aleja de Barcelona y recala en una aldea gallega– y también de voz narrativa en su nueva novela Orquesta

La música del verano que fue y será.

La música del verano que fue y será. / INFORMACIÓN

ANNA MARÍA IGLESIA

Haber reseguido la obra de Miqui Otero (Barcelona, 1980) desde sus inicios, desde aquella primera novela titulada Hilo musical (2010) hasta la reciente Orquesta, ha valido la pena. Leerle a lo largo de todos estos años ha implicado asistir al nacimiento y a la maduración de un escritor que se terminó por consagrar con Simón (2020), una excelente novela en torno a Barcelona y su transformación, en torno a un protagonista que crece entremedio de estos cambios urbanos marcados por la especulación urbanística, en torno a quienes llegaron a la capital catalana en busca de trabajo, en torno a un mundo que se pierde, a las nostalgias y sus trampas, pero también en torno a los ideales y las frustraciones que conllevan, y en torno a los libros, refugio y herramienta de comprensión. 

Con Simón, Otero había firmado su mejor novela. La curiosidad sobre qué escribiría a continuación era inevitable, como probablemente también lo era para el escritor barcelonés el preguntarse «y ahora, ¿qué?». Inteligentemente, ha dado un giro, cambiando de escenario –es decir, se ha alejado de Barcelona, ciudad de la cual es uno de sus mejores narradores contemporáneos junto con Francisco Casavella y Javier Pérez Andújar– y también de voz narrativa. Porque en Orquesta quien habla no es un narrador externo ni tampoco el protagonista, como en Hilo musical y en Rayos (2016), sino la música. 

La música que suena es la voz que articula esta historia, que tiene lugar durante una verbena en una aldea gallega, pero no es la única que se escucha: ahí están los vecinos que, a lo largo de esa noche, cuentan sus propias historias a un escritor que vive en una gran ciudad y que se llama Miguel. Testimonio y apuntador de todo, el escritor apenas interviene: él escucha lo que le cuentan. Son historias en primera persona, pero son colectivas. En ellas, no solo están las vivencias de sus protagonistas, sino de una aldea e, incluso, de todo un país a lo largo de los últimos 50 años. 

En Otero no hay nostalgia, pero tampoco un fanático entusiasmo por el presente

Esta idea de narración coral no es nueva, sino que ha estado presente a lo largo de toda la obra de Otero, que se ha ido desplazando de lo puramente generacional para construir relatos en los que lo coral tiene que ver con la confluencia de experiencias intergeneracionales. Lo vimos claramente en Simón, donde la historia del protagonista y la de la Barcelona olímpica no se entienden sin la de sus padres, inmigrantes gallegos que llegaron a la capital catalana para abrir un bar en el barrio de Sant Antoni, que entonces poco tenía que ver con el barrio que es hoy. 

En Orquesta, asimismo, las vidas de los más jóvenes están entrelazadas con las de los mayores y en el presente está inserto un pasado que no termina de irse. De ahí el personaje del Conde, con el que todos, de una manera u otra, han tenido relación. El Conde nos remite a los años de la dictadura, pero no solo eso: es metáfora de esa Galicia del caciquismo que tiene sus orígenes en el siglo XIX, de esa Galicia del clientelismo y también de esa Galicia principalmente agraria y que, en las primeras décadas del siglo XX, vivió una gran ola de emigrantes hacia América. 

El autor es un maestro a la hora de captar los detalles que revelan las transformaciones socioeconómicas y culturales

La presencia casi fantasmática del Conde evidencia que el pasado sigue en el presente, algo que se observa en quienes dejaron Galicia para marcharse a la capital o en quienes llegaron encontrando en Galicia un lugar para especular: «Siempre que recuerdo a Franco muriendo, poco antes de marchar a la Capital, pienso en aquellas primeras fiestas. Tengo sentimientos contradictorios. Lo más importante es que no había tanto eucalipto, sino de todo: fresnos, carballos, castaños, cerezos». 

Si en Rayos y en Simón Otero prestaba atención a las transformaciones urbanas, aquí observa el paisaje conformado no solo por el monte lleno de eucaliptos, sino por las personas que se reúnen en torno a la orquesta. El autor barcelonés es un maestro a la hora de captar los pequeños detalles –el niño con la sudadera de Caja Rural, el abuelo que recuerda el pasodoble de juventud– que nos revelan las transformaciones socioeconómicas y culturales: la diferencia de clase, el conflicto entre los géneros –ahí está la mujer que fue madre soltera y, por ello, objeto de comentarios–, las creencias de antes y las nuevas mitologías, los referentes musicales de siempre y los que llegaron para sustituirlos –del pasodoble a Rosalía pasando por la Carrà–; los tabús rotos –véase Ventura y su vestido de lentejuelas–, los amores que no fueron posibles y que ahora parecen encontrar una segunda oportunidad… 

En Otero no hay nostalgia, pero tampoco un fanático entusiasmo por el presente. Su mirada –de ahí la del escritor que escucha– es empática y crítica, es comprensiva, pero no piadosa, es curiosa, pero no se deja cegar. Como en Simón, es una mirada que se abre hacia el futuro –de ahí ese alumbramiento en las últimas páginas–, hacia un futuro por construir y, sobre todo, por mejorar. La música es, en este sentido, metáfora del vaivén de una historia en la que todo tiene sentido mientras sigamos bailando, porque bailar es lo opuesto a estar quieto. La verbena es como el carnaval, un momento de transgresión en el que todos confluyen. «Silbarán todos alguna melodía y lo harán hasta que el recuerdo vaya disfrazándose de deseo, cuando rebasen la estación de servicio que queda ya más cerca de la Fiesta futura que de la pasada». Porque mientras haya deseo habrá futuro.