Opinión

Financiación autonómica, población y despoblación. Algunas ideas para desbloquear la situación

Renta per capitá en 2022

Renta per capitá en 2022 / INFORMACIÓN

Julián López Milla

Julián López Milla

Cuando hablamos del sistema de financiación autonómica nos referimos al mecanismo a través del que se determinan los recursos que la Administración central transfiere a los gobiernos autonómicos para dotarlos de fondos con los que sufragar sus gastos. Se trata de su principal fuente de ingresos y, en consecuencia, es el soporte fundamental de servicios tan importantes como la sanidad, la educación o la atención a la dependencia, en los que el Gobierno central establece un marco general de actuación y son las autoridades autonómicas las que establecen los criterios concretos para la ejecución del gasto, de manera que la cobertura, el alcance o las características del servicio prestado pueden llegar a diferir sustancialmente en los distintos territorios.

La financiación de las quince comunidades autónomas de «régimen común» (todas, salvo Navarra y el País Vasco, con las que opera el llamado «régimen foral») se rige hoy en día por el sistema aprobado mediante la Ley 22/2009, de 18 de diciembre, cuya disposición adicional séptima habla de una «revisión quinquenal» que debió efectuarse en 2014 pero no se inició hasta 2017, cuando una comisión de expertos creada a instancias de la Conferencia de Presidentes Autonómicos entregó un informe técnico con diversas propuestas de reforma (incluyendo algunas opiniones discrepantes sobre varias cuestiones). Desde entonces, el Gobierno de España sólo ha presentado, a finales de 2021, un conjunto de criterios para establecer un nuevo procedimiento de cálculo de la denominada «población ajustada», esto es, la que se tiene en cuenta a la hora de establecer las necesidades de servicios públicos que ha de sufragar el sistema, y que no es más que un primer paso para la posible construcción de un nuevo modelo de financiación. Este documento suscitó un rechazo generalizado por parte de los diversos gobiernos autonómicos que, con independencia de su orientación ideológica, presentaron argumentos muy variados, a veces contrapuestos, respecto a los criterios planteados por el Ejecutivo central.

Así las cosas, el vigente sistema de financiación autonómica va camino de cumplir quince años sin que se atisbe en el horizonte la posibilidad de una reforma. El elevado nivel de confrontación política entre los dos principales partidos políticos de España, con uno de ellos en el Gobierno central, y el otro, en el de doce de las quince autonomías de régimen común, no parece definir un contexto apropiado para un acuerdo entre ellos; mientras que la disparidad de intereses entre comunidades, con independencia del signo político de su gobierno, hace muy difícil que cualquier reforma cuente con un respaldo amplio de las administraciones afectadas.

Ante las dificultades para acometer una reforma sustancial del sistema, es probable que el Gobierno se decante por negociar una rebaja de la deuda que las administraciones autonómicas mantienen con la central, al estilo de la que el PSOE acordó con ERC en los acuerdos de investidura, buscando un mecanismo para que también puedan acogerse a esta fórmula las autonomías que no necesitaron el apoyo del Estado en los años en que resultaba muy difícil endeudarse en los mercados. Mientras tanto, el Gobierno de España podrá aprobar también, en función de las circunstancias, o de su conveniencia política, inyecciones adicionales de recursos como las que puso en marcha para hacer frente a las consecuencias económicas de la pandemia (aunque la buena evolución del conjunto de los recursos transferidos a las comunidades autónomas hacen, de momento, innecesario acudir a esta vía, no se puede descartar si la situación económica se deteriorase mucho y la reforma del sistema de 2009 continuara demorándose).

El gráfico 1 da cuenta de la disparidad de situaciones que se produce bajo el sistema actual. En él se ha representado la renta per cápita de las distinta comunidades, respecto a la media de España en 2022, y la financiación por habitante del sistema en 2021, último año disponible, expresada también respecto a la media (considerando la población ajustada, y no la real, como indicador de la necesidad de servicios públicos en cada territorio; y tras corregir las desigualdades competenciales, ya que algunas administraciones autonómicas tienen que financiar más competencias). Así, hay comunidades que tienen una renta por habitante superior a la media y reciben por encima de la media (las cinco del cuadrante superior derecho); otras cuya renta per cápita es inferior a la media y obtienen recursos por encima de la media, lo que parece, en principio, deseable, desde el punto de vista de la solidaridad interterritorial (las seis del cuadrante superior izquierdo); y algunas que teniendo una renta per cápita inferior a la media ingresan por debajo de la media (las cuatro del cuadrante inferior izquierdo), lo que no parece muy equitativo si se apoya la idea de que el modelo de financiación autonómica debería contribuir a corregir las desigualdades de renta.

Esta situación, con pequeñas variaciones, lleva produciéndose desde la entrada del vigor sistema actual, con el descontento de las autonomías que siendo comparativamente pobres, como la Comunitat Valenciana, reciben menos que la media; pero con las quejas, también, de las que siendo comparativamente ricas perciben más que la media, pues consideran que el grado de solidaridad interterritorial es excesivo, algo que, por supuesto, no comparten las que son comparativamente pobres e ingresan por encima de la media.

Población provincias españolas 2023

Población provincias españolas 2023 / INE

Sin embargo, la capacidad redistributiva del modelo de financiación no es el único motivo de controversia entre los ejecutivos autonómicos. A veces, las mayores discrepancias surgen por las diferencias de costes que conlleva la prestación de los servicios públicos según se distribuya la población en el territorio. El gráfico 2 refleja el peso de cada provincia en la superficie y la población del Estado español. Llama la atención la gran concentración demográfica en algunas provincias relativamente pequeñas (en primer término, Madrid o Barcelona; pero también en Valencia, Alicante o Málaga), mientras algunas provincias muy extensas, como Badajoz, Ciudad, Cáceres o Cuenca tienen muy poca población. Así, en España conviven provincias como Soria o Teruel, que rondan los 9 habitantes por km², con otras como Madrid, con 856 habitantes por km²; Barcelona, con 750 habitantes por km²; Bizkaia, con 520 habitantes por km²; o Alicante, con 336 habitantes por km².

A la vista de estos datos, podemos entender la dificultad que supone conciliar las posturas de quienes defienden que la financiación autonómica debe fundamentarse en un reparto más o menos homogéneo de los recursos por habitante, de manera que las diferencias en torno a la media sean escasas, argumentando que todos los ciudadanos tienen derecho a la misma financiación, vivan donde vivan; y quienes sostienen que la prestación de los servicios públicos resulta más cara en las zonas menos pobladas y, en consecuencia, las comunidades con menos habitantes y más dispersión poblacional han de recibir más recursos per cápita.

En mi opinión, la única forma de abordar este conflicto es comenzar separando la respuesta a ambos planteamientos, en vez de tratar de ofrecer una solución única, como hace el sistema actual, a través de un confuso procedimiento de cálculo en el que la distribución de recursos resultante no parece responder a ningún criterio: ni asegura un reparto equitativo de los recursos en función de indicadores homogéneos; ni articula mecanismos correctores que, por ejemplo, establezcan un sesgo a favor de las comunidades con menos renta; ni define un método claro que refleje sistemáticamente las diferencias de costes originadas por la distribución de la población en el territorio.

Creo que tendría que definirse, por un lado, una financiación básica por habitante, más o menos uniforme, a partir de indicadores de necesidad de servicios públicos basados, fundamentalmente, en la población receptora de los mismos, asegurando unos recursos suficientes para sufragar un nivel mínimo de servicios (que puede ir variando con el tiempo). Para ello, sería necesario construir un cierto consenso en torno a las variables utilizadas para determinar tales indicadores de necesidad (por ejemplo: el gasto universitario, ¿se calcula en función del número de estudiantes existentes o de los potenciales?, y si se hace a partir de estos últimos, ¿se tienen en cuenta los alumnos matriculados en los últimos cursos de secundaria en la propia comunidad autónoma o se consideran también los trasvases de estudiantes que puedan producirse desde / hacia otras regiones?).

Por otro lado, cabría articular, a mi juicio, un mecanismo de financiación complementario, destinado a sufragar, expresamente, los sobrecostes originados por circunstancias como la extensión del territorio, la dispersión demográfica o la pérdida de población, utilizando un abanico de indicadores que permita medir adecuadamente la dimensión de dichos sobrecostes. De este modo, quedaría claro que el sistema ofrece una financiación más o menos homogénea por habitante a todas las comunidades pero, al mismo tiempo, reconoce, de manera transparente, la necesidad de compensar los sobrecostes originados por factores como los citados anteriormente (algo que en el sistema actual no ocurre, dando lugar a una controversia inacabable acerca de hasta qué punto debe equipararse la financiación por habitante).

El mecanismo complementario no debería excluir, lógicamente, a ninguna autonomía, de manera que también respaldase a comunidades densamente pobladas que puedan tener problemas de dispersión demográfica o despoblación en una parte de su territorio (como ocurre, por ejemplo, en la Comunitat Valenciana, en el interior de Castellón). Aunque, al final, sería inevitable que en el reparto de fondos producido por este mecanismo se observase una elevada dispersión en los recursos per cápita transferidos a las diferentes autonomías, dada la desigualdad que se aprecia entre ellas en cuanto a concentración de población y territorio (de hecho, lo normal es que asignase más fondos por habitante a las zonas menos pobladas). Para ponerlo en marcha, debería construirse un mínimo consenso en torno a las variables utilizadas para medir fenómenos como la dispersión poblacional, algo que no es técnicamente fácil (a la hora de medir el impacto en el coste de prestación de los servicios públicos, no es igual, por ejemplo, que un determinado número de personas resida en dos núcleos de población de tamaño medio, muy distanciados; que ese mismo número de personas se ubique en seis núcleos de población más pequeños, pero más cercanos), así como respecto a los parámetros relevantes para calcular los sobrecostes que se reconozcan.

Finalmente, aunque no menos importante, está el grado de solidaridad interterritorial que se incorpora tanto en el sistema básico como en el complementario, y que dependerá del porcentaje de los recursos recaudados en cada autonomía que se integra en el reparto (efectuando las oportunas correcciones para que las decisiones de cada ejecutivo autonómico en materia tributaria recaigan exclusivamente sobre su saldo presupuestario), así como de la aportación que hace la Administración Central a partir de sus propios ingresos. En mi opinión, el sistema de financiación básico debería ser sufragado básicamente por los recursos proporcionados por los impuestos cedidos a las comunidades autónomas, redistribuidos entre ellas a partir, como se ha dicho, de indicadores de necesidad referidos a la población receptora de los servicios. Por el contrario, el mecanismo complementario debería dotarse fundamentalmente de ingresos recaudados por la Administración central, ya que debería formularse como un instrumento de actuación del Estado contra los problemas asociados a la despoblación, la dispersión geográfica, el deterioro del medio rural, su falta de servicios, etc.

Todo lo dicho no pretende ser más que una primera aportación, buscando una fórmula que sea viable tanto en lo político como en lo económico. No es fácil.