Llevamos ya una quincena de este 2022 y la verdad es que el efecto año-nuevo/vida-nueva no se ve por ninguna parte. Quizás habrá que esperar al año nuevo chino, que llega en un par de semanas, a ver si se produce el efecto renovador de nuestras vidas y circunstancias. Dejaremos entonces atrás el influjo del Buey de Metal (primo hermano del de Wall Street), que bastantes cornadas nos ha dado en 2021, para adentrarnos en los dominios del Tigre de Agua, que dicen que simboliza la fuerza y la valentía. Buena falta nos hacen a todos en general y en particular a algunos que no señalo. Confiemos en la astrología oriental, además de en sus productos manufacturados.

Daba la sensación de que el cierre del año había marcado también la finalización de algunas cosas que permanecían abiertas desde hacía mucho tiempo. Conocimos el lugar elegido para erigir el quimérico palacio de congresos; el hotel de Arenales acabó reducido a un montón de escombros, hierros retorcidos y laguna palustre; el edificio racionalista del mercado central y su entorno arqueológico atisbando un futuro a la vista (aunque fuera a vista de telescopio), el provisional apuntando a definitivo por mor de un birlibirloque normativo y hasta atisbándose un proyecto de hospedería para el desdeñado convento de la Merced… Fue como el final de temporada de una serie televisiva: con historias aparentemente cerradas pero con otras muchas incógnitas en el aire para aderezar los siguientes capítulos.

La espera hasta la nueva temporada ha estado marcada por oscuros augurios: la suspensión, de nuevo, de las fiestas de la Venida de la Virgen, la sexta ola vírica convertida en tsunami, celebraciones navideñas suspendidas, igual que el fiestorro de Nochevieja en la Plaça de Baix, recorrido casi clandestino de la cabalgata de los Reyes Magos y hasta con el alcalde, Carlos González, ha estado retenido en su casa por el traicionero ómicron (menos mal que el confinamiento no le impidió enviar la carta a Sus Majestades con sus peticiones para la ciudad y las pedanías). Y encima, nos hemos quedado también sin San Antón ni bendición de mascotas. Con este panorama, ya me contarán con qué ánimo nos enfrentamos a los 349 días que tenemos por delante.

Los nuevos episodios auguran, como era de esperar, aventuras a raudales, emociones intensas, suspense desasosegante y alguna que otra lagrimita en los más sentimentales. Ya tenemos desarrollando su propia trama como spin-off el asunto de la propuesta hostelera para el histórico convento que ocuparon las monjas clarisas. Como era de esperar, ya han surgido voces autorizadas que desautorizan a la autoridad competente en su propósito de transformar el deteriorado inmueble, de propiedad municipal desde 2007, en un establecimiento hotelero de gestión privada. Rehabilitado y rescatado pero privado al fin y al cabo.

El alcalde, embebido plenamente en la misión de solucionar entuertos y arreglar todo lo que queda por arreglar en este pueblo y las pedanías de aquí a mayo del 2023 (y también por falta de ideas viables para el edificio y de dinero para llevarlas a cabo, todo hay que decirlo), ha decidido abrazar la causa del hotel para impulsar el turismo, la economía, el patrimonio y la sostenibilidad, en particular la del encofrado y techumbres, que están en un tris de venirse abajo. Sus socios de Compromís, de momento siguen escudriñando la bóveda estrellada de doble clave, y en especial los arcos fajones, en busca de alguna inscripción que diga si el conjunto es BIC, BRL o nomenclatura equivalente del tardogótico.

Enfrente, el líder popular Pablo Ruz también anda impelido por una misión, pero en este caso la de culturizar a la ciudadanía (algo, por otra parte, consustancial con su sensibilidad artística), aunque sea a costa de dar posada al peregrino. No solo quiere un uso estrictamente cultural para la antigua casa de las religiosas de Santa Clara, sino que además propone entre las enmiendas a los presupuestos municipales la nada desdeñable idea de que el Ayuntamiento compre el edificio del Aula Cultural CAM de la Glorieta. Además, en esa línea también reclamó no ha mucho que el desamparado restaurante del Parque Municipal se convierta en un otro centro dedicado a alimentar la mente y el espíritu y no solo el estómago, como venía sucediendo.

Cultura por doquier es lo que quiere el PP (o su presidente en particular). Otro día desvelará de dónde saldrá el presupuesto para comprar (en su caso), rehabilitar, dotar, gestionar y programar. Atentos.

Volviendo al asunto del monasterio hostelero, ya hay quien empieza a ver en esta iniciativa un paralelismo con el proyecto del fenecido nuevo mercado central, que la alcaldesa popular Mercedes Alonso aprobó a toda prisa al final de su primer y único mandato (por el momento), con una fuerte oposición externa y división interna. Entonces, como ahora, surgió una plataforma ciudadana contraria a su ejecución y a la privatización del espacio público. Incluso con sus baños árabes al lado, como el caso que nos ocupa. Pero claro, entonces era entonces y ahora es ahora. No es lo mismo un mercado de abastos de los años 60, por muy racionalista que sea, que uno de los principales edificios históricos de la ciudad, por muy deteriorado que se encuentre por la desidia y la inoperancia de los distintos gobiernos habidos en tres lustros. Para bien o para mal.

La espera hasta la nueva temporada ha estado marcada por oscuros augurios.

El asunto, previsiblemente, no se solucionará con una simple modificación de uso en el Plan General. No solo es que en los colectivos y particulares apuestos a la propuesta hostelera figuren militantes y simpatizantes de las dos formaciones del gobierno local, sino que lo que tiene el proyecto por delante será una especie de Ironman político-administrativo-patrimonial con todo tipo de reparos, regulaciones, informes y contrainformes, además de la consabida e inevitable concurrencia de Icomos, Síndic de Greuges, Defensor del Pueblo, fundaciones diversas y hasta el Obispado, si se tercia.

Fuentes estudiosas de lo esotérico aventuran incluso que no sería descartable, dado el ultraje que se pretende a tan venerable lugar, que en noches de luna llena aparezca por el claustro el espectro de algún quejumbroso monje mercedario acompañado del estremecedor sonido de cadenas arrastrándose, como aseguran que acontecía en el antiguo convento de San José, tras su transformación en archivo-biblioteca, en ese caso con un fantasma franciscano. Y claro, imaginen lo molesto que resultaría para el hospedaje pasarse las noches en vela llamando a recepción: «Hay por ahí un ruidoso monje llamando a maitines que no me deja pegar ojo». Imaginen las demoledoras reseñas en Trip Advisor, Google y compañía. Excepto la de Iker Jiménez, que sin duda se convertiría en cliente VIP.

Pero no acaba ahí el embrollo patrimonial que vivimos. La casa señorial del Hort del Gat, que incluso ha estado más abandonada por las autoridades locales que el convento de la Merced, que ya es decir, va a ser rehabilitada por la Generalitat. En este caso no será para ningún uso privado, aunque casi. Se destinará principalmente a sede de asociaciones festeras. Pero más allá de la buena noticia de su recuperación, también hay división sobre su utilización y ya hay quien amenaza con llegar hasta la Unesco si hace falta porque no se usará para una actividad relacionada con el Palmeral, como contempla la ley recién aprobada. O sea, que harán bien las susodichas entidades en no encargar aún la mudanza. No hay manera de ponerse de acuerdo con el uso patrimonio local. Si está abandonado, mal; si se intenta recuperar, peor.

Y puesto que el más insigne literato mercedario, fray Tirso de Molina, dejó escrito que peca de grosero quien aguarda que le digan que se vaya, hasta aquí digo y me voy yendo. No sea que se me aparezca su egregio espectro.

El asunto, previsiblemente, no se solucionará con una simple modificación de uso en el Plan General.