A comienzos del siglo XIX adquirió fama en Madrid un político y dramaturgo andaluz que llegó a presidir el Real Consejo, equivalente entonces al hoy Consejo de Ministros. Su tenaz actuación siempre invariable le valió, en la exquisita corrección de los medios ilustrados, un calificativo que fue también definición: ecléctico, o sea siempre en el exacto término medio, proclive en cualquier caso a reconocer como posibles, admisibles y discutibles las razones más opuestas, o los criterios más dispares.Quizá esta singular disposición, en una época de vigorosos radicalismos encontrados y dispares, le valió que la Regente le llamase a formar un Gobierno de «café con leche para todos», y así fue como el eclecticismo, la buen acogida a todo por divergente que sea, lo que hoy quizá podría ser definido como un talante abierto a todo y a todos, llegó entonces a gobernar la gran España aún transatlántica.

Se llamaba Francisco Martínez de la Rosa y, juzgándolo o valorándolo, por un lado la corrección ilustrada y, por otro la aguda percepción del pueblo, a ese mismo prohombre que en los círculos políticos calificaban de ecléctico, el gracejo madrileño le bautizó pronto con un mote que le ha sobrevivido, jocosamente, en los libros de historia. Al Presidente del Consejo Real se le llamó desde entonces, aprovechándose el pueblo de su segundo apellido, «Rosita la pastelera». Está claro que ya entonces el pueblo usaba un verbo sólo mucho después reconocido en el D.R.A.E.: «Pastelear.- Contemporizar con miras interesadas». Acaso, por ejemplo, me digo yo, interesadas en mantenerse en el poder.

No es fácil relacionar con certeza las actuaciones políticas con sus consecuencias históricas; pero sí parece hoy, visto el panorama político de aquellos tiempos, que alguna responsabilidad cupo, de las decadencias posteriores, a los gobernantes precedentes; entre ellos, entonces, a Francisco Martínez de la Rosa. Entre quizá otras razones, por una básica ampliamente recogida por la historia: porque la corriente independentista de los pueblos americanos nació del hecho de no sentirse bien gobernados desde la metrópoli.

Quizá el lector se pregunte ya, aunque también es posible que ya lo haya adivinado, el porqué de este largo preámbulo histórico. Y por si efectivamente alguien aún no lo ha advertido, diré que aquella evocación se debe a que, aunque algunos sostienen que no, la historia se repite; más aún, que son quienes la olvidan, como también ha sido dicho, los obligados a repetirla.

Desde esa triste certeza, y abrumado por la convicción de que España, aunque algunos no lo crean y otros más se nieguen, como los avestruces, a querer verlo, atraviesa hoy uno de los periodos más sombríos y devastadores de su historia reciente, escribo ésto. Porque creo que vivimos literalmente rodeados de amenazas ominosas que pueden ser además, a poco que las dejemos pasar (anestesiados por un presente que nos define como paraíso material en el primer mundo), decisivas para nuestro futuro como españoles, y para España.

Podemos cualquier día estallar en diecisiete españas minúsculas, por no decir ridículas, que ni siquiera mantengan este nombre; podemos perder, y quizá estemos ya en los linderos de que se produzca así, tierras entrañables secularmente españolas, invadidas hoy por la carne de cañón ajena que ponderadísimos amigos acogen en sus tierras contra nosotros, porque ni siquiera a sus nacionales tendrán que sacrificar para obtener lo que persiguen.

Y mientras tanto quienes o quien tiene la obligación legal y moral de defendernos, porque para eso nos rige, aplica el mismo sistema de hace dos siglos, entonces llamado por unos eclecticismo, por otros pasteleo, y hoy con palabras distintas -diálogo o talante- pero que significan lo mismo.

Porque, eso sí, las palabras y los autores son naturalmente, otros; pero los hechos y las consecuencias son los mismos. Por eso a un apasionado por la historia, como yo lo soy, se le ha ocurrido ahora recordar aquella ya tanto tiempo olvidada época de «Rosita la pastelera».