La Constitución no es un mero documento. Se suele decir que es un conjunto de normas de carácter supremo, pero es obvio que ofrece otros muchos perfiles: políticos, culturales, simbólicos, etcétera.

Los juristas tienden a pensar que lo único destacable y lo que realmente importa de ella es su dimensión jurídica, formal. Y ciertamente es éste un aspecto importante. Pero incluso esa dimensión tiene que estar arropada por interpretaciones, por discursos que la gente pueda interiorizar y hacer suyos, pues a fin de cuentas la vigencia de una norma no sólo es resultado de su imposición sino de la práctica social.

De manera que, entre el texto de la Constitución y lo que luego sucede en la realidad, se interponen ciertos "modelos" que funcionan a la manera de relatos y que se conforman a partir de principios éticos, de valores, de prácticas políticas, de resoluciones judiciales y de aportaciones intelectuales y doctrinales.

Uno de estos modelos es el de "democracia". Más allá y por encima de cuantas disposiciones puedan encontrarse escritas al respecto en el texto de la Constitución, el "modelo democrático" es habitualmente entendido como un proceso que concierne a toda la ciudadanía y que funciona por estratos: en el nivel inferior tendríamos la participación espontánea y desorganizada de una opinión pública interesada en la política. En el segundo nivel tendríamos a los partidos políticos, entes diseñados para integrar las diferentes corrientes de opinión y transformarlas en programas políticos. Y finalmente, en la cúspide, tendríamos a los órganos del Estado, que son los encargados de dictar la ley, ejecutar y juzgar. Y así sucesivamente, en una especie de proceso circular.

Resulta, sin embargo, que este modelo ideal que, como digo, es el comúnmente aceptado como referente (así, por ejemplo, para el Tribunal Constitucional), se encuentra sometido a fuertes presiones que amenazan su viabilidad. O, si se quiere, no resulta un modelo tan evidente si lo comparamos con lo que realmente sucede.

No es tan obvio, por ejemplo, que la formación de la opinión pública sea algo tan espontáneo y desorganizado. Y no sólo por el hecho de que la gente muestra sus distancias respecto a la política tal como ésta se practica actualmente. También hay que reconocer que los medios de comunicación no se limitan a proyectar la opinión pública, sino que la crean a menudo, la esparcen y hasta la inventan, invadiendo el terreno de los partidos e incluso el de los órganos del Estado. No son siempre servidores de la opinión sino de sus dueños.

Los partidos políticos, por su parte, los actores del segundo estrato, no se limitan a agregar opiniones y a llevar adelante programas políticos, sino que disfrutan de un poder ilimitado para proveer cargos, organizar clientelas y, a partir de ellas, colonizar los órganos del Estado. Mientras los partidos achican sus dimensiones participativas y la conexión con la opinión pública y la ciudadanía, las elites que se reproducen en su interior mueven las palancas del Estado y de la opinión.

Los órganos del Estado, finalmente, se las ven y se las desean para justificar que sus decisiones sean acordes con el interés general y sirvan para resolver los problemas concretos de la gente. Y ello no sólo porque resulte muy difícil de definir en el mundo de hoy cuál sea el interés general sino también porque se ven condicionados por otros poderes, interiores y exteriores, que ponen en cuestión la autonomía -o soberanía- de sus actos.

Se dirá que todos estos desajustes pueden restaurarse mediante la depuración que proporcionan las elecciones periódicas, las cuales ponen las cosas en su sitio. Y, ciertamente, las elecciones son un recurso prodigioso para depurar la democracia que nunca será suficientemente ponderado. Pero el problema es más profundo, pues apunta al hecho de que el "modelo" ya no responde a las transformaciones tecno-sociales que se están produciendo.

Sólo un factor, entre otros muchos, destacaría en este sentido: la extensión de las "redes" virtuales, más allá de una sociedad delimitada por los Estados, pone en cuestión los viejos medios de comunicación (periódicos, radios y televisiones tradicionales), las estructuras de los partidos y el papel de los órganos del Estado. Introducen una dinámica y un modo de participación y de exigencia de responsabilidades que el "proceso político por estratos" no es capaz de digerir. Para bien o para mal.