Mi hija ha regresado de Alemania para pasar diez días cerca del pillastre Urdagarín y la achacosa pelvis de la Duquesa de Alba. También para votar hoy con la ilusión escéptica, y disculpen el oxímoron, que describe a una juventud intimidada por el horizonte. Estudia en Leipzig gacias a uno de esos convenios universitarios apadrinados por Erasmo de Rotterdam que los más intrépidos aprovechan para conocer lugares donde no necesariamente se desayuna una catástrofe diaria. Es lástima que la canciller Merkel rehúse ampliar a las cuestiones económicas estos intercambios fructíferos, ya que un billón de euros a reintegrar en varios años luz serían tan bien recibidos como esos regimientos de estudiantes prusianos que logran volver a Alemania sin haber aprendido una palabra de español. Y sin el billón de euros.

Me cuenta mi hija que Leipzig es una ciudad extrañamente gris. Como sede de una universidad tricentenaria con pedigrí internacional, lo académico absorbe su arquitectura, hábitos y agenda. Los vecinos responden al patrón de rubicundos inescrutables que acogen con incomodidad mal disimulada las alusiones al pasado ominoso. Ninguno ha oído hablar de Hitler, pero todos pueden evocar historias de terribles bombardeos transmitidas de padres a hijos. Entonces asoma el rencor que les devuelve al presente de una Europa postrada que suplica limosna. Ellos la desprecian para fortificarse tras su prosperidad mientras maldicen a los haraganes del sur. Y una maldición pronunciada en alemán es doblemente sobrecogedora. Allí no se habla de Berlusconi, el Partenón o las elecciones españolas, ni saben qué es la prima de riesgo. Su principal problema no es el paro, sino el exceso de puestos de trabajo que no pueden ser cubiertos por falta de demanda. Merkel conoce a sus compatriotas. Como cualquier político con prisas, quiere seguir ganando elecciones, aun a costa de dinamitar una UE atomizada en diferentes sistemas fiscales, legislaciones laborales, políticas asistenciales y criterios presupuestarios. Para los bienpensantes, ella exige probidad a los administradores; para los malévolos, pretende ganar la tercera guerra mundial sin disparar un tiro.

Rajoy y Rubalcaba tendrían que haber dado su último mitin en la Puerta de Brandenburgo y no en Huelva. Un escaño onubense que bailotea no altera el veredicto pronunciado por jueces invisibles que juegan al dominó: Irlanda, Portugal, Grecia, Italia, España. Un, por otra parte inútil, viaje a Brandenburgo habría confirmado al menos la evidencia de que quien gane hoy tendrá que trasladar la imprenta del BOE a Bruselas. Es tragicómico que nos faltara la voluntad de pactar las grandes reformas hace unos meses y ahora nos falte el poder para hacerlas sin tutores. Ocurra lo que ocurra dentro de unas horas, nos hemos desplomado y las preguntas sólo pueden ser qué secuelas padeceremos y cuánto durará la rehabilitación. Lo incuestionable es que una mayoría absolutísima no bastará para que el magullado se reincorpore. Sencillamente, España no aguanta un paisaje postelectoral a la griega ni zarabandas parlamentarias con cuchillo jamonero. Ni cinco millones de parados con espoleta retardada y una hipoteca impagada prendida en el ojal. Pasó el tiempo de la política minúscula. Pacto de Estado o gobierno de concentración. Hazlo por nosotros, Angela.