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Impunidad y desfachatez

Los datos que van apareciendo día a día sobre los desmanes de la familia Pujol en su feudo catalán confirman que el sentimiento de impunidad acaba por conducir a la desfachatez, como ya se pudo observar en el caso del yerno real Iñaki Urdangarin, que, no teniendo bastante con vivir a la sopa boba, además quiso hacerlo como un rey. El miércoles mismo, el sindicato Manos Limpias, creado para denunciar e impulsar las causas por corrupción , aseguró tener información fidedigna, que desvelará en próximos días, acerca de que coches oficiales de la Generalitat catalana cargados de dinero público se trasladaron a Suiza durante la etapa en que gobernaba Jordi Pujol para que ingresarlo directamente en bancos de Ginebra y Zúrich. Lo peor del caso es que ya a pocos sorprende que un hecho así -que parece la caricatura de la corrupción, el colmo del corrupto y la cumbre de la tacañería- pueda ser verdad, pues llueve sobre mojado en todo lo que respecta al cinismo y al descaro exhibidos en beneficio propio por muchos de los encargados de velar por el patrimonio común. Sin embargo, y esto es algo que no podrán solventar nunca los tribunales, la cuestión que subyace a todo el entramado corrupto pujolista es cómo es posible que una sociedad avanzada como la catalana haya sido capaz de mirar hacia otro lado, taparse la nariz y consentir que campara a sus anchas durante decenios un clan de tintes mafiosos como el presuntamente liderado por el expresidente de la Generalitat cuando todo indica que sus manejos, connivencias y chantajes eran vox populi entre políticos y empresarios e, incluso, en la Oficina Antifraude de Cataluña, donde al parecer se interpusieron varias denuncias sin que ésta moviera ni un dedo para comprobar su veracidad. Con una omertà así, con una ley del silencio fraguada a golpe de talonario y de amenazas, ¿a quién puede extrañar que los millones viajen en coche oficial?

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