En estos días, en que se recrea la navidad cristiana, algunas voces se declaran partidarias de celebrar, en su lugar, el solsticio de invierno, el instante del sol quieto, cuando la noche más larga en nuestro hemisferio deja paso al astro inmarcesible que comienza a crecer día a día.

Diversas culturas milenarias apreciaron el acontecimiento del solsticio de invierno y rindieron culto a la maravillosa transición que tiene lugar en la esfera celeste, capaz de provocar, en el alma de los pueblos, el sentimiento de que la vida se renueva. Tan poderosos son los efectos que provoca el triunfo del sol invictus sobre la oscuridad, que el cristianismo lo tuvo muy en cuenta a la hora de inscribir en él todo el significado que tiene el nacimiento de un nuevo ser. El cristianismo no trató únicamente de apropiarse de una tradición bien arraigada, sino de traer a la conciencia humana el significado profundo de la natividad, de la luz interior que trae consigo la criatura que despierta al mundo.

Nada que objetar a quienes se manifiestan a favor de la celebración de los viejos mitos, aunque hay que convenir que carecen, hoy en día, de un contexto cultural propio. Habría que regresar mentalmente al pasado, cuando la conexión de la conciencia humana con los procesos naturales tenía otro sentido, para recuperar plenamente la celebración del solsticio de invierno. Pero esto es imposible, o muy difícil. Más bien parece que, en muchos casos, la reivindicación de la fiesta solar es una manera de expresar la disconformidad con la versión cristiana del nacimiento de un ser divino, con todas sus implicaciones. Pero si así fuera, no tendría sentido como fiesta, pues estaría marcada por la contradicción, la oposición (cosa que no sucedía cuando realmente se celebraba).

Más allá de los ropajes que envuelven la natividad cristiana, llena de aspectos teológicos, simbólicos y costumbristas, que cada cual puede interpretar, el mensaje principal de la navidad, a mi modo de ver, reside en la impronta del advenimiento de lo nuevo, de la inocencia, de la llegada del otro, que, tal vez, algún día, será nuestro propio juez.

Una criatura que nace es, por así decirlo, un espíritu puro, abierto a una infinidad de posibilidades. En él se encierra el misterio de lo inefable, al tiempo que nos hace conscientes de la precariedad de la existencia. Y nos recuerda, a quienes ya estamos aquí, que para buscar nuestra propia renovación, antes tenemos que desprendernos de lo que tenemos por psicológicamente conocido.

Así que, en lugar de festejar el cambio de ciclo cósmico, siempre admirable, armo el belén que tengo en casa, como todos los años, y me dispongo a celebrar el acontecimiento. Especialmente este año, que la vida me ha sonreído con la llegada de un nuevo nieto. Feliz Navidad.