Imagino que estarán ustedes familiarizados con el famoso novelista, ensayista y dramaturgo francés Albert Camus, muerto prematuramente en accidente de tráfico hace ahora sesenta años. Camus, que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1957, es especialmente conocido por tres de sus novelas: El extranjero (1942), La peste (1947) y La caída (1956). La primera de ellas constituyó una plataforma para ahondar en el tema principal que sobrevolaría toda su obra: «el absurdo», asunto que centró también su reflexión sobre el significado de la existencia, la alienación del hombre y lo inadecuado de los valores tradicionales.

Pero de esas tres novelas, en esta ocasión me gustaría poner el foco sobre la segunda de ellas, La peste. Esta obra se desarrolla en el Orán de la Argelia bajo la dominación francesa (el propio Camus era un «pied noir»), donde se desata una epidemia de peste bubónica. En ninguna de sus novelas se describe mejor el enfrentamiento y la coexistencia, al mismo tiempo, del hombre con la muerte. El Dr. Rieux, protagonista de la novela arriesga su vida en una batalla en la que se sabe perdedor de antemano, en una ciudad en cuarentena, en la que sus habitantes luchan, cada uno a su manera, contra la amenaza común que se cierne sobre ellos e intentan dejar un legado de esos tiempos oscuros y de las pírricas victorias humanas; a través de este personaje, Camus presenta la tesis de que la perseverancia ante la tragedia es una lucha noble, incluso si presentar batalla o no, no supone una diferencia significativa, puesto que en las catástrofes se pulsa la tensión entre el interés individual y la responsabilidad social.

Seguramente el eco de las noticias que están apareciendo día tras día y de forma machacona, casi inmisericorde, en los medios de comunicación sobre el ya famoso «coronavirus» me haya traído a la mente la novela de Camus. Sobre todo porque hay un fragmento en el que el conserje de un edificio de Orán afirma que en su edificio no hay ratas, mientras se puede ver como los roedores van cayendo muertos a su alrededor. Ese pasaje me recuerda mucho al modo en que nuestros políticos abordan los problemas, sobre todo cuando se desencadena una crisis con una especial relevancia mediática. Afortunadamente vivimos en un país democrático y si vemos ratas, podemos decirlo; en China, al ser una dictadura comunista, los que advirtieron del problema al principio del todo fueron tachados de alarmistas y a poco más son detenidos por oponerse a la verdad oficial que proclamaba el partido.

En cualquier caso, en nuestro país, a pesar de que debemos dar la importancia adecuada a la neumonía que provoca el coronavirus y seguir las indicaciones de nuestros profesionales sanitarios, que son los mejores del mundo, la principal causa de muerte siguen siendo las enfermedades cardiovasculares, dolencias a las que una pandemia, no tan mediática como la causada por el COVID-19, no es nada ajena: la de la obesidad.

De hecho, el pasado domingo aparecía una noticia en este mismo diario que afirmaba que, según datos del Hospital General de Elche, el 37% de los niños de nuestra ciudad tiene sobrepeso, añadiendo que se había alcanzado esa conclusión tras analizar a más de 12.000 pacientes, de entre 5 y 14 años, de los que un 16,4% presenta una obesidad susceptible de convertirse en crónica. En este indicador, a diferencia de en los de índices macroeconómicos que hemos traído a colación en ocasiones, sí que estamos, por desgracia, en la media de lo que sucede en el conjunto de España.

Hace ya años, un gran médico y mejor persona, y del que tengo el honor de ser amigo, afirmaba que para acabar con esta epidemia del siglo XXI había que poner el énfasis en la prevención. En esa línea, el reputado médico intentó poner en marcha un ambicioso proyecto que consistía en introducir en tres colegios de Elche una dieta basada en la eliminación de los alimentos con un alto índice glucémico, siendo sustituidos por una mayor presencia de legumbres y proteínas en los menús escolares de esos tres centros. Los alumnos de esos colegios, unos mil, serían pesados antes y después de la aplicación de la dieta, al igual que una cantidad similar de niños de otros colegios con dietas tradicionales, que actuarían como grupo de control. El resultado fue que un reducido grupo de madres se negó y, por lo tanto, no se pudo llevar a buen término esta experiencia.

Poco tiempo después de ocurrir lo que les he relatado en el párrafo anterior empezaron a surgir un sinfín de movimientos que reclamaban la implantación de una jornada continua en los colegios de la Comunidad Valenciana. Elche no fue una excepción y en la actualidad la práctica totalidad de los colegios públicos trabajan con ese tipo de jornada. Cabe destacar que para cambiar el horario partido por el continuo, la ley establece que una aplastante mayoría de los padres deben mostrar su conformidad en una votación que se celebra a tal fin. Los supuestos beneficios pedagógicos de la jornada continua aún estar por demostrar, pues no hay estudios definitivos que afirmen su bondad o su maldad en ese campo. Lo que sí está absolutamente contrastado, pues los expertos en pediatría y en nutrición infantil lo han descrito con profusión de argumentos científicos, es la aberración que ese tipo de horario supone para la nutrición de los más pequeños y la futura incidencia que tendrá en el aumento de la obesidad infantil.

A estas alturas ya sería muy difícil volver a la jornada continua. Pero entre el actual modelo y aquél se podría encontrar un término medio, siempre buscando lo mejor para los niños. Si ese término medio se dejara decidir a los expertos, no sería necesario recurrir a una votación que divide a las comunidades educativas. Está muy bien la democracia siempre, pero no caigamos en situaciones como la que narraba Camilo José Cela sobre el Ateneo de Madrid durante la República, donde se dice que hubo una votación sobre la existencia de Dios, y Dios ganó por un voto.