En el ambiente tabernario en el que se desenvuelve nuestro Congreso, gracias sobre todo a la inestimable labor y cultura acendrada de Irene Montero, Iglesias, Echenique y Lastra –los demás progresan adecuadamente aún-, han saltado las alarmas de la indignación por unas palabras de una diputada de VOX que, siendo desafortunadas, que lo son, no desentonan del ambiente general y la decadencia en que se han instalado los padres y madres de la patria.

Siempre hubo en el Congreso excesos verbales, pero desde la llegada a España de la “nueva política” de Podemos, de los independentistas crecidos, de este PSOE imposible de calificar y de un VOX que no les va a la zaga, el insulto, la injuria y la calumnia, se han hecho norma en el desarrollo de las sesiones de la Cámara como forma de fundamentar sus proyectos. El insulto ha sustituido al argumento. Difícil es hallar un discurso que explique lo que proponen que no contenga o se base en el ataque a la dignidad del adversario, moda que ha hecho propia con nota el presidente Sánchez que parece no darse cuenta de que es nuestro presidente, de todos, no solo de sus votantes. No hay debates, sino combates que terminan con un vencedor, normalmente el más ágil en el descrédito del oponente. No importa el asunto que se discute, sino derrumbar a la oposición o al gobierno. Y ahí se mueven con gracia y destreza los populistas, que cada vez son más y menos prudentes en su arrojo y cuyas sandeces reproducen quienes ven en sus sandeces muestras de ingenio y brillantez pedagógica.

En una semana en la que Irene Montero ha calificado a los jueces, a todos, de prevaricadores y machistas, en un ataque en toda regla a su profesionalidad, a su independencia y a su dignidad y con el silencio atronador y expresivo de los diputados del PSOE, toda la nueva izquierda ha saltado escandalizada por unos comentarios desafortunados contra la ministra. Desafortunados, sí, pero de gravedad notablemente inferior a la calumnia, que es lo que se ha hecho con la judicatura ante la pasividad de la fiscalía y a la reiterada y soez persecución repleta de desprecio que esa izquierda dedica cotidianamente a Isabel Ayuso. Tantos son los ataques a esta última que ya carecen de originalidad y aburren hasta la extenuación mental.

No recuerdan los ofendidos los ataques a Ana Botella, similares a las palabras de la diputada de VOX, que inauguraron la costumbre de vincular a las mujeres políticas a los designios de sus esposos. Pero en su moral desahogada lo que vale para los otros no es aplicable a ellos. La violencia política es usar contra ellos lo mismo que ellos dedican a los demás. Tanta soberbia indigna.

Ver solo una parte del drama y lamentarse de esta con olvido de la otra resta credibilidad al discurso que, olvidando la ética obligada, se convierte en partidista. El problema es general y nadie está a salvo de culpas, aunque algunos desprecios e insultos se compartan y no se tengan por tales.

Indigna este espectáculo infame en que han convertido a España, la escasa calidad y cualificación de diputados y senadores o, de tenerla, la facilidad con la que la ocultan por un salario y un cargo que, dicho sea de paso, consiste en votar lo que les dicen. Son un bulto, sin derecho a hablar, a pensar y a expresarse. Es el precio de la oligarquía partidista, similar a una dictadura, pero más repartida. Es el precio de la demagogia y el populismo, que se han impuesto sobre la democracia, como dijeron Aristóteles y Cicerón entre otros.

El Congreso y la política española en general son un compendio de mal gusto, de sujetos primitivos soltando por su boca improperios sin medida, de agresiones verbales amparadas por la impunidad del cargo, de vacuidades intelectuales que desacreditan a una nación que siempre fue culta. Y esa miseria intelectual de la clase política se ha instalado, por mímesis, en la calle y en algunos medios de comunicación.

Pero una vez sembrada la semilla de esta nueva forma de hacer política no es posible, ni deseable, establecer límites al insulto por razones ideológicas, es decir, consintiendo unas y censurando otras en función de lo llamado políticamente correcto y menos dotar de impunidad a los artífices de la degradación de la convivencia, a ninguno de ellos, concediéndoles privilegios para denigrar al prójimo. La ofensa no puede depender de la persona atacada, sino de la injuria en sí misma considerada. Pretender otra cosa está condenado al fracaso en una democracia.

Este espectáculo ridículo de vacuidades y eslóganes, de improperios vertidos para ocultar las razones de las decisiones políticas, esa tendencia a destruir en lugar de construir, tiene que acabar y en su lugar regresar al diálogo, el respeto y la concordia.

Qué fácil es entender que nadie posee la razón en exclusiva y que somos distintos. Y respetar a quien busca la verdad, que no la posee y que ésta, como decía Machado, debemos buscarla juntos, renunciando cada cual a imponer la suya. Palabras hermosas que la soberbia frustra. El futuro es poco esperanzador.