Opinión

Austerianos

El escritor estadounidense Paul Auster.

El escritor estadounidense Paul Auster. / EP

Si hay un escritor que me ha proporcionado mis mayores placeres como lector ese es Paul Auster, desde que lo descubrí hace justo 35 años, en mayo de 1989, en la feria del libro de Valencia. Acababa de saber de su existencia por aquellas fascinantes revistas culturales casi undergrounds de la época y al poco me topé en una caseta con La ciudad de cristal. Al abrirlo descubrí que el traductor era Ramón de España, al que seguía religiosamente en esas publicaciones, así que prometía. Fue una revelación, nunca me había enganchado de tal manera a una historia que, aunque bebía del género negro, era distinta a todas.

En pocas semanas me hice con los otros dos títulos de La trilogía de Nueva York, editados entonces por Júcar, la misma de las primeras monografías sobre Cohen o Dylan en España. Después cayeron los que publicó Edhasa (La invención de la soledad, El país de las últimas cosas) con cierto desorden cronológico, hasta la irrupción de Anagrama, que supuso su salto al gran público con El palacio de la luna, Leviatán, La música del azar y tantas novelas deslumbrantes. Mi tesoro ya era de todos. Con tanta pasión leí esos primeros libros que creía ver momentos austerianos en cualquier parte. Lo fortuito, el hecho inesperado, realidad y ficción, vidas y libros, la metaliteratura, se mezclaban como con una verosimilitud y naturalidad admirable. 

Era como si Auster me explicara la existencia: el azar como motor de todo, lo casual era lo determinante, pues lo inesperado te puede llevarte a la fatalidad o a la fortuna. Mi cuelgue por Auster sobrepasó esa sensación del libro que te merodea días después de terminarlo, porque su mundo seguía en mí durante meses, años, y con cada nueva novela mi adicción se incrementaba. Descubría situaciones austerianas constantemente, en lo que para unos era una mera casualidad, una banal coincidencia, para mi era el entendimiento de lo extraño, como una explicación metafísica del valor del azar. Y seguí con su poesía, su relación epistolar con J. M. Coetzee o el sorprendente volumen Creía que mi padre era Dios, una recopilación de relatos de oyentes que él propuso desde un programa de radio.

Mi obsesión me llevó a interesarme por la vida de Auster: la truculenta historia de la implicación de su hijo en un asesinato en los años noventa, que después moriría de sobredosis, al igual que su nieta; la hija modelo y artista; la abuela que mató a su abuelo a balazos, o el matrimonio con una autora noruega, entonces una desconocida Siri Hustvedt, de la que raudo compré su primera novela El hechizo de Lily Dahl. Hustvedt es hoy una de las más grandes intelectuales del presente y con Auster ha formado una de las parejas más seductoras del siglo XXI. Durante tres décadas me leí todo Auster y creo que todo lo que se publicó sobre él: entrevistas, críticas o teletipos que aún conservo. Hablar conmigo de libros era un tostón porque todo me llevaba a Auster. Hace unas semanas en el suplemento Arte y Letras abríamos con una reseña de Baumgartner y titulábamos «...un esperanzador ‘continuará’», pero sospechábamos que no, que no habría más, que era la novela de alguien que sabe que va a morir. La historia que narra me asustó, había algo en ella que temía enfrentar, otra vez el maldito azar, las historias paralelas. Así que, me dije, en otro momento la leerás. Ahora solo quiero comprarla y entregarme a ella, leerla y releerla pausadamente, buscar todos sus significados.