La plaza y el palacio

Proverbios y cantares

Bizarrap y Shakira.

Bizarrap y Shakira.

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Yo también quiero escribir de lo de Shakira. Perdóneseme por el enunciado que parece eludir, o excluir, a Piqué. No es mi intención: lo que pasa es que la voz de Shakira es la que ha desencadenado el caso, igual que las acciones de Piqué son las que han desencadenado a Shakira. Pero el caso es que quiero escribir de lo de Shakira, consciente como soy de que en esta pequeña república de las letras periodísticas nadie es nada si no se refiere al asunto. Es l’affaire Dreyfus de nuestra época. En mis clases hablo del l’affaire Dreyfus y tengo comprobado que no hay ningún alumno o alumna que sepa a qué me refiero. Así que podemos tener la fundada esperanza de que dentro de unos 120 años nadie recordará los amores y desamores de la vocalista y el futbolista. Porque antes los traidores o traicionados eran militares de Estado Mayor, los amores desencajados los protagonizaban toreros; y ellas se quedaban en el quicio de la mancebía o iban de bar en bar buscando a un muchacho rubio como la cerveza. Ahora la que era y se descubre la otra se busca un tercero en discordia, que vienen siendo DJ´s o un deportista virando a empresario. Luego están los blanqueos de capitales y eso. Pero no caigamos en la burda trampa de ponernos reivindicativos. (Si usted no sabe lo que es l’affaire Dreyfus búsquelo en Wikipedia; y de paso mire que es el quicio de la mancebía).

En fin, que quiero hablar de lo de Shakira/Piqué -¿pero hago mal excluyendo a la ex-otra que ahora es la que es, como Yavhe por los montes?-. Lo que sucede es que no sé qué decir. Porque llevo días y días confuso, leyendo la ingente cantidad de opiniones bien fundadas y mejor fundadas, en las que teóricos y filósofos, moralistas y especialistas en asuntos generales, defienden con ardor guerrero a una o a otro o a otra, invocando en ayuda de sus convicciones a los niños o al vendedor de mermelada. Luego están los que dicen: yo no digo nada, pero…y van y dicen. Tal derroche de claridad mental y de fe me supera. En los buenos tiempos en que creíamos en la Indignación se hubiera exigido un referéndum, pero no estando las épocas para más gimnasias del espíritu, nos vamos a quedar sin saber hacia dónde se decanta la opinión pública. Una encuesta del CIS no sirve, porque la prensa de derechas nunca la aceptaría. Y es que, ante estos sucesos de incertidumbre absoluta, signo de nuestro tiempo líquido, sólo confiamos en los recuentos. Ya somos algoritmos dependientes de la Bondad Matemática. Una opinión pública libre era el requisito de la democracia. Ahora sólo una opinión contada es apariencia y emblema de la razón.

Por todo ello no me extrañaría que los haya que consideren el triste destino del encuentro entre el músculo y la voz, como una demostración de la ausencia de valores, de virtudes comunes y privadas con las que podamos establecer un juicio ético sólido. Nada más lejos de la realidad. El problema es el contrario: tenemos un exceso de valores y de pretendidas virtudes en circulación, una inflación moral que es la que nos impide establecer un mínimo juicio sobre las acciones. Mejor eso que las viejas épocas en que la ética era unívoca, trascendente y obligatoria. El problema es que cada grupo ideológico, social, cultural, cada grupo de guasap, tiene como unívoca, trascendente y obligatoria su visión moral, probablemente ligada a valoraciones que exceden los amoríos y desgracias de los títeres de la fama. Podría también insistir en que no hay necesidad de empeñarse en aplicar los valores de cada cuál a gentes a las que no conocemos más que mediados por pantallas. Pero es que están para eso. Lo saben y juegan, o cantan. Pero si juegan pueden perder, y si cantan no pueden pretender cantar las verdades del barquero.

Así que esto puede degenerar hasta en metáfora: la visión de una democracia que sólo será tal si castiga a mi discrepante moral anula cualquier sentido de la democracia como un espacio de deliberación y avance en valores. Pero la visión de la democracia como un cotilleo constante, donde lo epidérmico es considerado una aberrante seriedad y lo íntimo colectivizado hasta lo ridículo, también lacera la democracia. De una u otra manera se cercena la autonomía de la política o se priva a la política de evaluar sus actos según los mínimos principios constitucionales. Estoy seguro de que aquella noche Piqué no pensó en esto y de que en aquel estudio Shakira no tuvo esto en cuenta. Pero, insisto, lo que ha venido luego, aparte del negocio, nos remite a reflexiones que nos deberían invitar al silencio. De lo que no se puede hablar mejor es callar, que dijo el filósofo.

Pero no es posible. No es posible con el periodismo que hoy se hace en muchos medios ni con el rumor infinito en unas redes que con suma facilidad premian o castigan, en ese mundo en blanco y negro que van construyendo bajo la apariencia rutilante de la gamificación. El venerable McLuhan dijo que con la extensión de los medios de comunicación íbamos hacia la aldea global. Pero la aldea ha resultado ser como Yonville, el pueblo de Madame Bovary: una angustia de juicios y vigilancia, de prevenciones, de huidas preventivas, de pullas bien colocadas. Un puritanismo compartido por bandos discrepantes. Una banalización de lo opinable y de la libertad de expresión por la vía de adoptar rictus de seriedad infinita y de otorgar bendiciones o reprimendas a la menor ocasión. Una necesidad enfermiza de adoptar partido, de polarizar también los veredictos sobre las conductas con efectos privados. Con ello cualquier frontera entre anécdota y sucesos que sirven para hacer ideología se difuminan, se emborronan, se apagan.

Mi hijo, en algún rincón de casa, ha encontrado un Casio y se lo ha puesto. Los tiempos corren: el año pasado se sentía absolutamente infeliz si no llevaba uno de esos que te dicen la presión arterial y los pasos que has dado. Quizá de aquí saldría otra metáfora, esta vez sobre las paradojas del progreso y las trampas de la técnica en su roce con el mundo de la vida. Pero a falta de banda sonora, lo dejaré para otro día.