ANÁLISIS

El doble juego

Puig mantiene la estrategia de la contención buscando no polarizar las elecciones mientras Mazón trata de elevar la tensión

Carlos Mazón y Ximo Puig, en una reunión en el Palau de la Generalitat

Carlos Mazón y Ximo Puig, en una reunión en el Palau de la Generalitat / KAI FORSTERLING / EFE

Juan R. Gil

Juan R. Gil

A falta de cuatro meses para que se celebren las elecciones municipales y, de no mediar sobresaltos, las autonómicas, los líderes del PSOE y el PP, Ximo Puig y Carlos Mazón, andan enzarzados en un remedo del juego de las Siete y media, en el que todo el mundo sabe que pierde igual el que se pasa como el que no llega. La situación de la Comunitat Valenciana, donde todas las encuestas han venido señalando hasta aquí que los dos grandes partidos están muy igualados en intención de voto pero lejos ambos de conseguir una mayoría suficiente para gobernar en solitario, les obliga a los dos a apostar al límite. Sabiendo, al mismo tiempo, tanto el uno como el otro, que lo que hagan el resto de jugadores afectará directamente a su destino final. Cualquier cálculo en estas elecciones es, de todo, menos fácil. Porque los socialistas no dependen de sí mismos, sino también de cómo les vaya a Compromís y Podemos. Y los populares, de cuánto se queden del voto que logró hace cuatro años Ciudadanos y del comportamiento electoral de Vox.

El líder del PSOE se arriesga a quedar como débil y a que su propio partido no comprenda su actuación

El presidente de la Generalitat ha decidido apostarlo todo a la contención. Puig está convencido de que la fórmula para seguir en el Palau otros cuatro años más (los últimos) pasa por mantener la imagen de moderación, diálogo, transversalidad y capacidad de llegar a acuerdos que tanto ha procurado exportar desde que en 2015 llegó a la presidencia. Tiene la suficiente experiencia como para saber que los gobiernos se deciden en el territorio de las pulsiones y cree que esa es precisamente su mejor baza: la de que lo que no hay a día de hoy en la Comunidad Valenciana es pulsión de cambio. Al final, su reflexión es sencilla: si no la hay, no la provoquemos nosotros entrando en enfrentamientos que polarizan la sociedad.

Puig quiere aislar a la Comunidad Valenciana del ruido que padecen otras, como Madrid. Separar al PSPV que él dirige del PSOE de Pedro Sánchez, pero tratando de aprovechar lo que señalan muchos sociólogos: que Sánchez no le gusta a la gente pero muchas de sus medidas, las que tienen que ver con el imponente escudo social desplegado en esta crisis frente a la desprotección que se padeció en la de 2008, tienen un amplísimo apoyo. Y evitar todo lo posible cualquier descalificación que pueda ofender al votante de centro-derecha en sus convicciones, persuadido de que en ese caladero todavía tiene algo que pescar porque hay gente dispuesta a votar a Feijóo en unas generales, pero a él en unas autonómicas. No es novedoso. La línea de separar Andalucía del guirigay nacional le dio extraordinarios resultados a Juanma Moreno. Y tampoco es impostado: a Puig le pega más hablar que gritar.

Pero decirlo es más fácil que hacerlo. Porque como señalábamos, en la partida hay muchos más jugadores que él y Mazón. Y cada cual tiene su propia mano. Se ha visto claramente estas últimas semanas, con el hachazo dado por el Gobierno de Pedro Sánchez al trasvase Tajo-Segura. El Consejo de Estado ya ha puesto negro sobre blanco en su informe la falta de transparencia, el filibusterismo y el olvido del interés general con que ha actuado la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, que ha dejado a Puig a los pies de los caballos traicionando todos los acuerdos a los que había llegado con él y que hubieran evitado la muerte de esa transferencia de agua, sin dejar de cumplir por ello con las medidas que el cambio climático obliga a tomar. Tal como se explicó aquí, Ribera no lo ha hecho solo por sus prejuicios y su fundamentalismo, sino por sus intereses electorales y los de Pedro Sánchez, que pasan antes por Castilla-La Mancha que por la Comunidad Valenciana, aun a riesgo de perder ésta.

El candidato del PP se expone a actuar más como un presidente de Diputación que como un líder autonómico

Al mismo tiempo que esa crisis estallaba, Compromís, cuyo autoproclamado candidato a la presidencia de la Generalitat, el diputado nacionalista Joan Baldoví, no sabía hasta ahora que existía un trasvase del Tajo al Segura, ha corrido a marcar territorio frente a sus socios de gobierno acusando a Puig de pusilánime en este asunto y contraponiendo como ejemplo de defensa de los intereses propios nada menos que al presidente castellano-manchego, Emiliano García Page, lo que es tanto como mentar la soga en casa del ahorcado.

Y Podemos, por boca de Pablo Iglesias, ha ampliado la línea de frente disparando a la vez contra la empresa más importante de la Comunidad Valenciana y contra los medios de comunicación más relevantes de esta tierra. Es llamativo lo mucho que el discurso de Pablo Iglesias se parece al de Donald Trump. Tanto como las similitudes que, en su concepción de lo que debe ser la práctica política, tienen Iglesias y Abascal.

Así que, si reparan en que en todas estas líneas sólo hemos hablado de compañeros o socios (Sánchez, Ribera, Baldoví, Iglesias…), comprenderán que la primera preocupación de Puig no sea esquivar las balas que le dispara desde el PP Mazón, sino sobrevivir al fuego amigo con el que desayuna cada mañana.

La estrategia de Puig de cargarse de razones antes que de emociones para dar cualquier paso tiene el riesgo añadido de que se contemple como impotencia o como debilidad. También de que se produzcan derrotas, como la del Tajo-Segura, de las que tenga que asumir una parte de responsabilidad, que de otra manera habría podido eludir. Y sobre todo que no sea comprendida por quienes le rodean y tienen que ayudarle a ejecutarla. Julio Anguita se empeñó en su día en basarlo todo en el «programa, programa, programa», con magros resultados. Puig se ha enfrascado en el «gestión, gestión, gestión», pero para ello necesita un partido mucho más tensionado que el que tiene, mejor coordinado y convencido, que no lo está, de que con eso será suficiente. Y que tampoco se pierda en peleas internas, como las que de nuevo estamos viendo en Alicante entre «franquistas», «sanchistas» y partidarios de la candidata a la Alcaldía, Ana Barceló, que sigue sin levantar el vuelo.

En la situación inversa se encuentra Carlos Mazón. Si Puig corre el peligro en este Siete y medio de quedarse corto, el candidato a la presidencia de la Generalitat del PP se arriesga a pasarse de frenada. Mazón necesita forzar la máquina mucho para inyectar esa pulsión de cambio que lleve a su partido a ser el más votado en las próximas elecciones, pero a la vez se enfrenta a la presión de saber que, si finalmente no gobierna, incluso aunque obtenga un buen resultado, los suyos serán los primeros en formar el pelotón de ajusticiamiento. Con una paradoja añadida: a día de hoy, Puig tiene equipo aunque le falte movilización entre los suyos. Al PP, por el contrario, le sobra motivación. Pero Mazón sigue sin banquillo, como demuestra el hecho de que las listas las encabecen en Castellón y Valencia Alberto Fabra y María José Catalá, miembros de gobiernos que ya perdieron, o que todos los días la noticia del PP sea el rescate de alguno de sus dirigentes del pasado: Montesinos, Rovira, Martínez Pujalte, Maluenda… Sin entrar en sus capacidades, son los mismos apellidos que hubiéramos podido citar hace treinta años. Más allá de esto, Mazón tampoco ha respondido aún a una pregunta que parece capital: ¿estaría dispuesto a nombrar vicepresidente del Consell a un condenado por maltrato? Porque por mucho que el candidato de Vox permanezca por ahora agazapado, el PP tendrá que dar antes o después explicaciones sobre sus líneas rojas en futuros pactos.

Poner la corrupción en el foco de la campaña puede volverse en contra de los populares después de lo ocurrido bajo sus gobiernos

Mazón ha acudido a no menos de cuatro manifestaciones en el último trimestre, ya sea por el agua, los presupuestos, la financiación o el servicio de emergencias. Y se está empleando a fondo en la denuncia de presuntas prácticas corruptas del PSOE, que de momento se ciñen al pasado pero que el PP (como por otra parte es lógico) intenta hacer extensible al presente. Si la mayor baza que tienen los socialistas para ganar la partida es esconder a Sánchez (aunque no a sus políticas sociales) y exhibir a Puig, la respuesta de Mazón va a ser la de erosionar todo lo que pueda la figura del presidente de la Generalitat, ponerlo siempre en conexión con Sánchez y cuestionar tanto su gestión como su actuación como líder alejado de irregularidades. Con dos expresidentes de la Generalitat, Zaplana y Camps, esperando sentarse en el banquillo, por una parte, y un extesorero del PSOE llenando todos los días los titulares, por otra, la campaña, se quiera o no, va a ser de las más duras que se recuerden.

Aunque quizá no le quede más remedio, Mazón se expone doblemente al situar los déficits y la corrupción en el centro de su campaña. Respecto a lo primero, porque si no mide bien tanto sus demandas como la reiteración de sus comparecencias callejeras, el ruido no dejará escuchar sus remedios y la pancarta le hará quedar las más de las veces como un mero presidente de Diputación y no como un aspirante a gobernar la Generalitat. En cuanto a lo segundo, porque avivar el recuerdo de las prácticas ilegales en esta comunidad, con lo que aquí hemos vivido durante las dos décadas que gobernó el PP, es muy difícil que no le acabe penalizando. Veremos.

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