Vuelva usted mañana

Hablar por decreto

El Congreso da luz verde a la nueva ley del aborto y la ley 'trans'

Agencia ATLAS / Foto: EFE

Éste, nuestro providencial gobierno, surgido de un crisol de partidos selectos, moderados, sensatos y ocupados en la felicidad de los administrados, convencidos de su superioridad moral y de su obligación de educar al pueblo y sacarlo de su ignorancia secular, persigue, entre sus múltiples y agotadoras pretensiones, modificar nuestro vulgar lenguaje, discriminatorio, violatorio de los derechos de las minorías y reflejo de un franquismo que pervive en nuestras conciencias aunque, en nuestro escaso entendimiento, no seamos capaces de comprenderlo.

Desde el primer momento se volcó en eso que se llama lenguaje inclusivo que, aunque vulnera todas las reglas en vigor de la gramática y tiene perfiles tan etéreos y ambiguos que es difícil aprehenderlo, ahí sigue. He leído algún manual al respecto y confieso que no lo entiendo y, sobre todo, que no veo interés en una forma de hablar que dice querer visibilizar lo que es visible sin necesidad de expresar la realidad de un sexo que cualquier ser humano percibe. Porque, para las autoras de estos libros de texto, una forma de lenguaje inclusivo es, cuando no hay alternativa novedosa y agotadora para quien habla, anteponer la mujer al hombre. ¡Pero si eso ya se hacía siempre me digo “señoras y señores”, “damas y caballeros”!. En fin.

Lo cierto es que ese lenguaje inclusivo solo se utiliza en política y en la Administración, aunque se fomenta con los argumentos más poderosos que se tienen al alcance, dígase subvenciones, que siempre ayudan a cumplir misiones tan relevantes para el género humano, género éste que incluso parece ahora perder valor frente al de los demás seres sintientes los que siempre denominamos “animales”. Animal es sustantivo, hoy, que por ministerio de la ley se considera indigno para sus receptores -los no humanos, claro-, aunque, bien es sabido, que los antes llamados así no hablan español, ni inglés, ni siquiera catalán, ni nada han dicho de que les molestara ser identificados con el nombre de siempre. Tienen mucha más sensatez que los precursores de la nueva era del delirio mental.

Recuerdo estos días una película de los ochenta, protagonizada por el gran Alfredo Landa (seguramente para estos nuevos antifranquistas, un fascista por haber trabajado durante la ominosa), “Las autonosuyas” se llamaba, una parodia sobre el régimen autonómico que nacía a toda prisa y en la cual, con sentido del humor de toda la vida, sin censura o represión de la propia libertad, ironía hecha risa, se destacaban los excesos que se presumía iban a provocar de futuro estas tendencias al localismo más extremo. Lo que anunciaba y era objeto de chanza en aquella sociedad es hoy una realidad que nos tomamos en serio. Hemos cambiado. Pues bien, el alcalde de un pueblo de la sierra madrileña, en la película, constituyó su villa en ente autonómico y como el edil tenía un defecto (hoy una manifestación de su personalidad) en el habla que le hacía transformar las “pes” en “efes” (el fanadero, el fan para comer y así), creó un idioma propio: el “farfullo”, que impuso a la comunidad en las escuelas, en la calle y en el Ayuntamiento y al que solo se opusieron los más sensatos, que se consideraron, naturalmente, fascistas y contrarios al desarrollo democrático impuesto por los tiempos. Algo nos suena esto.

Dejando de lado toda esta cosa de las lenguas vernáculas y los excesos de su imposición y efectos, que siempre se traducen en abandono de lo que se impone, este gobierno se ha empeñado en cambiar nuestra forma de hablar por medio de la ley. Sea cual sea su voluntad, no es posible negar la ambigüedad mental en la que navegan sus pensamientos, pues creer que la ley crea el lenguaje es necedad y que basta una ley para que la sociedad modifique su forma natural y secular de comunicarse, soberbia propia de ignorantes, soberbios o dilapidadores del erario público. Tiempo perdido y dinero a espuertas concedido a los profetas de la nueva era que se avecina, aunque esa nueva era quede reducida a asegurar el futuro de los adoradores de la revolución que no cuaja, ni llegará a cuajar. Basta salir a la calle para comprobarlo y hacerlo con alguien más que con los subvencionados o sometidos por la simplicidad de los mensajes que cautivan, no convencen.

La ley, llamada “trans”, cambia los términos padre y madre o, mejor dicho, hombre y mujer y los sustituye por otros que atienden a un fenómeno, la transexualidad que, aunque afecte al género, concepto éste de creación humana y social, no puede superponerse al biológico, indisponible y en manos de la genética. No confundamos dos cosas tan distintas. La mujer biológica menstrúa y gesta, pare hijos; la mujer por razón de género que nació hombre, sigue siendo genéticamente hombre aunque la ley diga otra cosa. Quien pare es una mujer biológica, aunque sea hombre por razones de género. Clarísimo aunque a la ley no le parezca así.

Pues bien, el Código Civil ha cambiado los términos biológicos, aunque nada cambie en realidad. Y ya no se habla de mujer gestante, sino de persona gestante o menstruante, ni de viuda, sino de cónyuge supérstite gestante.

¿Va a cambiar la sociedad y ajustarse a estas denominaciones?. En modo alguno. Se seguirá hablando igual, como siempre y en la lengua que cada cual prefiera y de familias numerosas, de familias, no de las diecisiete que prevé el anteproyecto de familia de Belarra (cuyo magín está disparado), no de familias necesitadas de apoyo a la crianza. No veo a la gente utilizando estos términos ni aunque se gasten millonadas en educadores a sueldo.

Somos unos retrógrados. No estamos a su nivel. Es verdad. Pero así funcionan la sociedad, la lengua y la biología, que sí entendemos por pura inercia animal, sintiente por supuesto. Y sentimos mucho que nos quieran cambiar y más que lo hagan por considerar que no respetamos lo que siempre hemos respetado, a nuestros semejantes con sus diferencias que nos hacen ser mejores por ser distintos. No hace falta que nos lo enseñen. Lo aprendimos desde niños de nuestros padres.