En pocas palabras

Un defensor testimonial

Antonio Sempere

Antonio Sempere

Las cifras que arroja el informe anual del Síndic de Greuges dejan a las claras dos cosas: una, el tirón de orejas que da el Defensor del Pueblo a las instituciones valencianas es morrocotudo; y dos, las escasas quejas computadas en una autonomía de cinco millones de habitantes rebosante de problemas, que expresan a las claras cierta desconfianza o desengaño por parte del ciudadano de a pie hacia esta oficina.

Predicando con el ejemplo, yo mismo elevé mi queja el pasado año acerca de ciertas condiciones de la Biblioteca Azorín. El Síndic no podía tramitar mi queja si previamente no elevaba la mía a la Consellería de Cultura de València y adjuntaba el documento con la contestación que diesen. No entré en el juego. En ese ping pong burocrático habrían transcurrido meses, y a fin de cuentas, las resoluciones del Síndic de Greuges no son vinculantes; no pasan de recomendaciones.

Más inteligente fue la directora de la Biblioteca Azorín. Gracias a su drástica decisión de cerrar por las tardes en fechas vacacionales (era imposible atender las instalaciones doce horas diarias con tres funcionarios), desde València no tardaron nada en enviar a Alicante varios trabajadores de refuerzo.

Lo que demuestra, y es un ejemplo entre mil, cómo el pragmatismo da más resultado que la farragosa burocracia. El Defensor del Pueblo es una figura estéticamente valiosa. Pero se queda en eso. A la manera de Monterroso, podría decir que cuando el Síndic se instaló en la Casa Palacio de la plaza de Gabriel Miró, yo ya estaba allí. Desesperado. Residiendo a cien metros de distancia, en una finca propiedad de un farmacéutico que salió pitando hacia San Blas, harto de vender jeringuillas a yonquis.