Pompa y cirunstancia

Carlos III y Camila

Carlos III y Camila / RafaelSimónGil

Rafael Simón Gil

Rafael Simón Gil

El pasado sábado día 6, sabiendo lo que se venía encima, tomé la prudente decisión de darme de baja en mi televisión del metaverso con el fin de no tener que soportar la coronación del Carlos III (no confundir con el rey español del mismo nombre, «el Mejor Alcalde de Madrid», bajo cuyo mandato municipal Sabatini, el que bautiza los jardines del Palacio Real, construyó la Puerta de Alcalá, esa que cantaba Ana Belén), nuevo monarca del Reino Unido junto a la reina Camila (no, no es sexta), mucho después de conocerse el escatológico amor que profesaba el entonces príncipe de Gales a la entonces mariposa alada. ¿Habría leído Su Alteza Real El vampiro de Polidori; o habrá cultivado más la imaginación que el juicio, como el protagonista del breve relato? Siempre nos quedará la duda de los oscuros pasajes de Villa Diodati. Pues bien, mis veneradas dos lectoras, en lugar de sufrir ininterrumpidamente imágenes aristocráticas, carruajes de pan de oro, miles de sonrisas forzadas, y locutores y locutoras enfebrecidas de hortera fascinación, acudí a coronarme junto a Sir Simon Rattle y la Filarmónica de Berlín, con la Pompa y Circunstancia de Edward Elgar, y, por momentos, no sabía si estaba escuchando la retransmisión de un partido de rugby entre Boris Johnson y Ursula von der Leyen, o el regreso del Reino Unido a la UE. Siempre nos quedará la «butterfly» duda, pero yo he leído a Bram Stoker antes que a Polidori y prefiero el Concierto para violín de Elgar que su Pompa y Circunstancia.

La hoguera de las vanidades de todos los tiempos, incluida la prosopopéyica ceremonia de la que hui gracias a la inteligencia artificial, tiene siempre el mismo y tautológico denominador común: la vanidad, generalmente reñida con la educación. Es como ese tipo de personas que te recuerdan afectadamente cómo debes tratarlas por su rango y distinción, dónde debes situarlas en cualquier acto público dada su importancia, y, luego, cumplidos sus deseos, se van sin tan siquiera despedirse. ¿Recuerdan a don Pedro, tan altivo él, en aquel besamanos con los Reyes donde intentó ponerse después a su lado para que todos los invitados le dieran también el correspondiente saluda y genuflexión? ¿O aquella boda real de la hija de Aznar en El Escorial -donde se coló algún que otro «bigotes»- rodeado de momias de reyes y reinas, incluido Carlos III, el Mejor Alcalde de Madrid? Son epítomes recientes, sí, pero antes los hubo y seguirá habiéndolos. A la vanidad le pasa como a la tarta «Sacher» del hotel homónimo de Viena: tiene la fama, pero no vale nada.

Una vez ungidos Carlos y Camila, no queda más remedio que enfrentarnos a la mostrenca realidad de las elecciones autonómicas y locales. Como España ha caído en PIB per cápita al puesto 18 de la UE -y eso que no está el RU de C&C- superada por potencias económicas como Eslovenia, Chipre, Chequia, Lituania y Estonia, ese adelgazamiento de nuestro poder adquisitivo debe ir paralelo a nuestra propia bajada de peso, pero con perspectiva de género. El Gobierno ya está en ello, y la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Pam, delfina de Irene Montero, carga contra la Carrera de la Mujer celebrada en Madrid con la participación de más de 32.000 mujeres, porque a la ganadora se le regaló un robot de cocina y a otras participantes, productos 0%. «En la Carrera de la mujer a la 1ª le dieron una Thermomix y al resto productos 0 %. Si triunfas, ama de casa, y si no, al menos adelgaza», arremetió Pam, que no participó en la carrera. Quizá sea por estética de género o porque estaría elaborando, junto a la ministra Belarra, el protocolo y la logística para inaugurar en España, con la pompa y circunstancia que merecen, los supermercados públicos. Conscientes de su éxito en Venezuela, Cuba y la Unión Soviética, quieren imponer esa fórmula porque saben que cuando entras en los economatos del pueblo sales con las manos vacías: no hay de nada que comprar. Una fórmula del adelgazamiento infalible. El problema es que cuando Pam, Montero y sus amigas deciden correr, no se apuntan a carreras solidarias por si les regalan un yogurt bajo en grasa, prefieren viajar a Nueva York engordando su vanidad con la pompa y circunstancia del Falcon y a lomos de los impuestos que adelgazan el bolsillo del pueblo.

Je crois, mes amis, que entre los cientos de miles de viviendas sin okupas que don Pedro va a regalar al populacho (lástima que se le haya ocurrido ahora, después de tantos años gobernando); las recetas para adelgazar que nos darán con las cartillas de racionamiento para comprar en los supermercados públicos del metaverso podemita sin el «capo» Roig; el adelgazamiento de nuestro PIB per cápita, detrás de Chipre o Lituania; y la irreprimible vanidad que atesora nuestro esbelto Nerón con toda su pompa y circunstancia, deberíamos escuchar La coronación de Popea, esposa del emperador, de Monteverdi, y, tras esa taumatúrgica epifanía, reflexionar con las Escenas del Fausto de Goethe de Schumann, con Fischer-Dieskau, Walter Berry y Nicolai Gedda, casi nada, dirigidos por Bernhard Klee. Si lo hacen, recuerden que el doctor cum laude Fausto vendió su alma al diablo con tal de gozar de los placeres de la vida y del poder. Eso sí, no podrán dormir tranquilos por la noche. ¿De qué me suena eso? A más ver.

(Spoiler de la infamia) Zapatero critica que se demonice a Bildu por haber incluido en sus listas a 44 condenados por su relación con el terrorismo de la banda de gánsteres ETA, 7 de ellos por asesinato. Las víctimas perdieron la vida, y ahora, a sus familiares, humillados una vez más, se les obliga a convivir con los verdugos -mañana concejales- agachando la cabeza por las mismas calles por donde se pasean chulescos. En el código moral de la democracia y la decencia debería existir el delito de blanqueo de terroristas.