¿La desaparición del centro?

Antonio Papell

Antonio Papell

Uno de los hitos más llamativos de la reciente recomposición del mapa político del 28M ha sido la desaparición de Ciudadanos, un partido que nació en la periferia —en realidad, fue respuesta a la deriva nacionalista de Pascual Maragall por parte de sus propios conmilitones del PSC— y que se arrogó hábilmente el centro político mediante una definición ideológica que era a la vez liberal y socialdemócrata. La gran estafa de su líder, Albert Rivera, al electorado, que consistió en el afán imprevisto de convertirse en el líder de la derecha tras un hipotético y nunca consumado sorpasso al PP, no fue digerido por la ciudadanía, que abandonó súbitamente al partido hasta otorgarle un resultado catastrófico en las segundas elecciones de 2019 y, finalmente, forzó su desaparición.

Este hecho, unido a la gran dureza del debate preelectoral en estas pasadas elecciones del 28 M, ha hecho imaginar a García Page, presidente de Castilla-La Mancha que ha revalidado el cargo, que el centro ya no existe. O, mejor dicho, que solo él es el centro genuino, lo que le ha salvado de la catástrofe que ha padecido el PSOE en la mayoría de las comunidades autónomas en que estaba gobernando hasta ahora. Lo cual es una sandez puesto que el centro político no es una ubicación geográfica sino una referencia ideológica, y la política occidental sigue siendo una dialéctica entre dos opciones simétricas entre sí, que aceptan los tratados europeos y, en nuestro caso, la Constitución de 1978. Socialdemócratas y liberales mantienen sus posiciones sin grandes cambios, ya que ni el PSOE ha cedido a las pretensiones más radicales de Podemos, ni el PP ha adoptado las estridencias racistas, xenófobas, unitaristas y nacionalistas de VOX.

Este país ya tiene una cierta experiencia en alternancias, y el PSOE, que no había podido operar en la práctica desde la crisis de 2008 y hasta la moción de censura contra Rajoy de 2017, ha quemado etapas con la colaboración de otros partidos de izquierda, que han endurecido la posición final pero no la han sacado de sus cauces constitucionales. La reforma laboral y la del sistema de pensiones han restaurado recortes del PP con el pretexto de la crisis; otros logros, como la subida del salario mínimo para acercarlo a la renta de pura subsistencia o las leyes encaminadas a formalizar el derecho a una vivienda digna, son pasos que la Carta Magna señala y que solo la izquierda era capaz de abordar…

Es cierto —y podemos corroborarlo quién es hemos sido testigos de todas las elecciones que se han celebrado en este país desde el 15 de junio de 1977— que la crispación que se ha observado este 28 M ha sido extrema. Como las elecciones norteamericanas de 2016, en que Hillary Clinton fue objeto de la más sucia, bochornosa e insidiosa campaña mediática de la historia. Y como las de 2020, cuyo resultado no fue aceptado por Trump, quien convocó a la ciudadanía para dar un golpe de estado. Pero en ningún caso puede deducirse que las viejas ideas, las que después de la Segunda Guerra Mundial han servido para levantar las grandes democracias actuales, hayan mudado. La gente no ha regresado a las periclitadas utopías. El leninismo ya no tiene adeptos y el fascismo tampoco será aceptado en su más descarnada acepción. Lo que ocurre es que la derecha está irritada porque, tanto tiempo después, se ha percatado de que la Constitución de 1978 no establece una especie de derecho natural ad hoc, un sagrado orden trascendente, por el cual los conservadores estén predestinados a poseer y gestionar el poder.

El surgimiento de VOX, una fuerza que enarbola la mística de la nación “una, grande y libre”, ha hecho estallar las bridas que sujetaban la deportividad y el fairplay, imitando consciente o inconscientemente los métodos detestables de Donald Trump y bordeando la deshonestidad a la hora de criminalizar al adversario. No se podrá olvidar en mucho tiempo que la derecha ha centrado la pasada campaña electoral en un derroche de demagogia a raudales en torno a Bildu y ha coronado la inflamación pronosticando un gigantesco pucherazo de Sánchez. Con estos mimbres, no es que haya desaparecido el centro: es que han desaparecido la vergüenza y la honorabilidad.

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