El peso del pasado, Antonio Samper

Un ocaso en las islas griegas.

Un ocaso en las islas griegas. / Imagen de Thanasis Papazacharias en Pixabay

José Vicente Cabezuelo

José Vicente Cabezuelo

 Acabo de realizar uno de esos viajes imaginados desde hace muchos años y que por diversos motivos se posponen sin saber por qué; quizá por razones de oportunidad o de novedad, no de ganas. El lugar, Grecia. Bueno, más que Grecia el Egeo como espacio histórico. Cuando embarqué en el puerto de Lavrio, mirando el azul intenso de ese mar resucitaron en mí los pasajes de La Odisea, imaginando las mil y una peripecias de Ulises en aquellas aguas para regresar a los brazos de Penélope en su anhelada Ítaca. Desde la seguridad de la cubierta del barco oteaba el mar de Odiseo -Ulises- en dirección a la superturística Mýkonos y de ahí a Kusadasi, en la actual Turquía, para visitar Éfeso. La antigua Éfeso es impactante. Por mucho que haya visto mil veces el edificio de la biblioteca de Celso en fotografía o cine, ponerte delante de esa fachada, aunque a más de 40 grados, merece la pena. De ahí a la cercana y preciosa isla de Patmos, lugar en el que el apóstol San Juan donde tuvo las visiones que le llevaron a escribir el libro del Apocalipsis. Rodas fue el siguiente destino. Le siguieron Creta y Santorini, hoy una isla icono del turismo elitista que con ojos de historiador y mirando su impresionante caldera volcánica te llevan hasta la antigua Thera y a la explosión del volcán que más de milenio y medio antes del Vesubio engulló media isla haciéndose notar en todo el planeta. Y de vuelta a Lavrio y a Atenas para acabar en La Acrópolis, la ciudad alta en griego, y el recuerdo a los forjadores de la historia de Grecia y de Europa.

Volviendo a Kavafis, no sé si mi pensamiento era elevado, sí desde luego emocionado con el disfrute de lo que la vista y la imaginación me proyectaban de manera constante. No pude pedir que el camino fuese largo, pero lo que desde luego no hice fue apresurarlo.

Descubrí amargamente que el peso del pasado tiene también otra cara, la personal. Cuando cargado de esa feliz experiencia me dispuse a iniciar el camino de vuelta supe que mi amigo Antonio Samper Guardiola comenzaba su último viaje. Talia dio paso a Melponeme, las musas griegas de la comedia y la tragedia símbolos del teatro, para pasar de la felicidad al drama. Ese peso de la memoria me hizo retroceder medio siglo para recordar a mi amigo, a sus padres, a sus hermanos y un tiempo pasado que fue lo que fuese. Una familia que ha honrado el trabajo desde la humildad y la bondad. Su casa, llena de vida siempre por aquella familia numerosa y los muchos amigos de todos ellos que allí acudíamos, era como el ágora griega pero en espacio cerrado, un punto de reunión, de encuentro. Antonio ha sido machadianamente un hombre bueno. Testarudo, duro, protector, amigo. No creo que nadie le conozca ofensas y quizá él se haya ido con alguna no satisfecha por alguien, porque siempre dio más que recibió. Antonio ha sido toda su vida un trabajador. De herencia viene al galgo porque en aquella casa del tardofranquismo se trabajaba mucho para sacar adelante a tanta boca. Allí trabajaban todos. No sé lo que sobraría, pero sé que nunca faltó nada. Esos han sido los pasos de Antonio. Trabajo y familia. Y amistad. Él nunca se alejó, hemos sido los demás quienes por los avatares de la vida nos hemos ido alejando. La vida, nos decimos con complacencia y resignación. Él, sin embargo, siempre ha estado, como cuando éramos adolescentes, como cuando éramos de la pandilla.

Cuando hace unos meses Hades le anunció que no tardaría en venir a por él tomó la noticia más que con entereza con valentía casi chulesca -le faltó decir “pues que venga si quiere que aquí le espero”-. A nadie le hubiera extrañado conociéndole. Durante ese tiempo los antiguos niños de la pandilla nos hemos vuelto a ver varias veces, por supuesto para almorzar al estilo del Medio Vinalopó; niños en el horizonte de la sesentena. Antonio cada vez con menos apetito pero con el mismo deseo de siempre “de juntarnos”. El sábado por la mañana me fotografíaba delante de las cariátides y por la tarde me despedía de él. Hades se lo llevó. Ojalá Veltesta, Tretesta y Drittesta, las tres cabezas de Cerbero, se despisten al unísono un momento y Antonio nos llame para almorzar uno de estos días.