Los bombardeos masivos de Hiroshima y Nagasaki ya tenían precedentes

Joaquín Rábago

Joaquín Rábago

El arrasamiento por Estados Unidos de dos ciudades, las japonesas de Hiroshima y Nagasaki con todos sus habitantes, en agosto de 1945, cuando el país estaba a punto de rendirse, no puede decirse que careciera de precedentes.

La única aunque espantosa novedad era el carácter nuclear de ambos bombardeos, pero no el hecho de que EEUU eligiese como blanco ciudades densamente pobladas por civiles en lugar de instalaciones sólo militares, explica el periodista norteamericano Joshua Frank (1).

Así, las Fuerzas Aéreas de EEUU y del Reino Unido habían ya lanzado una tormenta de fuego con participación de más de mil bombarderos pesados sobre la ciudad alemana de Dresde los días 13 y 15 de febrero de 1945, sólo unas semanas antes de la capitulación de la Alemania nazi.

Y antes también de que atacara Hiroshima y Nagasaki, EEUU había bombardeado con armamento convencional no sólo Tokio, acción en la que se calcula que murieron más de 100.000 civiles, sino hasta sesenta y siete ciudades japonesas.

Con la aprobación de Londres, que en estas cosas EEUU y Gran Bretaña suelen ir de la mano, el presidente norteamericano Harry Truman, del Partido Demócrata, ordenó el lanzamiento de la primera bomba atómica el 6 de agosto de 1945, menos de un mes después del primer ensayo nuclear en Nuevo México.

En la explosión de aquella bomba de uranio, apodada “Little Boy” (Muchachito) se produjo una tormenta de fuego que cayó en forma de lluvia radiactiva sobre la ciudad nipona.

En aquel infierno no sólo quedó reducido a escombros y cenizas un 70 por ciento de Hiroshima, sino que murieron de forma inmediata más de 80.000 personas y 50.000 más en los días posteriores, entre ellas prácticamente todo el personal médico y sanitario.

El Gobierno estadounidense argumentaría más tarde que Hiroshima era un objetivo militar legítimo por la presencia en la ciudad de cuarteles militares.

Sin embargo, como denuncia Frank, en los anteriores bombardeos masivos de Tokio y otras ciudades japonesas, EEUU había segado ya la vida de decenas de miles de inocentes.

Henry Stimson, ministro de la Guerra, como se llamaba entonces a lo que hoy se llama eufemísticamente “de Defensa”, explicó que se había escogido Hiroshima en lugar de Kioto porque esta ciudad tenía un carácter más histórico y cultural.

El político que desde la Casa Blanca ordenó el lanzamiento declararía inmediatamente después con la mayor frialdad: “La fuerza de la que obtiene el sol su potencia ha sido desencadenada contra quienes llevaron la guerra al Lejano Oriente”.

Pero Truman y sus asesores no se dieron por satisfechos con ese primer escarmiento, sino que solo tres días después, el 9 de agosto, un bombardero B-29 equipado con otra bomba atómica, esta vez de plutonio, apodada “Fat Man” (Gordo) despegó de una de las islas Marianas, en el Pacífico, con destino a la localidad japonesa de Kokura.

Por suerte para los habitantes de Kokura, las condiciones atmosféricas no eran favorables al lanzamiento por la poca visibilidad, y el jefe de aquella misión, el piloto Charles Sweeney, cambió de rumbo y se dirigió a Nagasaki porque, como explicó uno de sus hombres, “no tenía sentido arrojar al mar” la bomba que llevaban, cuarenta veces más potente que la de Hiroshima.

“No lamento nada. Creo que hicimos lo correcto. No podíamos haber hecho otra cosa”, se justificaría después la física Leona Harriet Woods, que había participado en el Proyecto Manhattan, que bajo la dirección científica del físico nuclear Robert Oppenheimer, fabricó la primera bomba atómica.

Ambas bombas fueron detonadas a unos 600 metros de altura sobre las ciudades elegidas por los estrategas norteamericanos y, según los expertos, de haber explotado a ras de suelo, las consecuencias habrían sido todavía más terroríficas.

Consecuencias que, además de las inmediatas, seguirían sintiéndose muchos años más tarde como el aumento espectacular de los casos de cáncer, sobre todo de leucemia, y todo tipo de defectos de nacimiento.

Para el historiador Howard Zinn, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki no fueron sólo “criminales”, sino totalmente innecesarios por más que tanto Truman como el premier británico Winston Churchill trataran de justificarlos diciendo que habían evitado la invasión del Japón por las fuerzas aliadas, lo que habría supuesto entre medio y un millón de muertes de soldados británicos y norteamericanos.

(1) Autor del libro “Atomic Days. The Untold Story of the Most Toxic Place in America”. El lugar más tóxico del título se refiere a Hanford, en el Estado de Washington, donde se produjo el el combustible nuclear utilizado en la bomba de Nagasaki.

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