Sobre las raíces cristianas de Europa

Luis Muñiz

Luis Muñiz

No es mal momento para volver sobre un asunto que se ha convertido, con el tiempo, en una cuestión política e ideológica desde que Juan Pablo II instara a su reconocimiento explícito en el fallido proyecto de Constitución Europea y que ahora figura como reivindicación en determinados programas y regímenes políticos: las raíces cristianas de Europa. Resulta innegable la contribución histórica y cultural del cristianismo por su preponderante presencia e influencia en los diversos países y culturas que conforman nuestro continente. Ciertamente, el cristianismo puede considerarse el mínimo común denominador que nos caracteriza. Fue, fundamentalmente, la última herencia viva del caído Imperio romano -convertido al cristianismo en occidente y en oriente- el elemento básico que permitió su permanencia, consolidación, expansión y desarrollo en este amplísimo territorio -mucho más extenso que el de la actual Unión Europea- y, por mano del imperio español, primero, y de las también imperiales influencias portuguesa, inglesa, francesa y holandesa, después, en el continente americano.

Lo que pasa es que cuando una ideología o una visión política se hermana con la fe religiosa, tienden ambas a solidificarse y es muy fácil caer en el inmovilismo, en el reaccionarismo, en el integrismo y, finalmente, en el más puro totalitarismo intransigente y excluyente. Según la latitud, ocurre exactamente lo mismo con el cristianismo, con el islamismo, con el hinduismo o con el budismo, por simplificar: geopolítica religiosa pura y dura. Por lo que a nosotros respecta, lo que habría que plantearse es qué parte o cuál de las manifestaciones del cristianismo -si solo hubiera una posible- se dice que está en las raíces de Europa. ¿La existente en el Imperio romano de Occidente a su caída definitiva en el año 476 d.C.? ¿La derivada de la caída de Constantinopla en aquel 29 de mayo de 1453 juliano? ¿La prístina de los cristianos primitivos (cuatro Evangelios, Hechos de los Apóstoles y Epístolas, paulinas y no paulinas)? ¿La emanada de los distintos Concilios hasta el Vaticano II? ¿La del propio Concilio Vaticano II? ¿La de las interminables e improductivas discusiones bizantinas? ¿La de las sangrientas y constantes guerras de religión? ¿La inquisitorial? ¿La del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico? ¿La de las cruzadas? ¿La del cristianismo católico? ¿La del cristianismo no católico? ¿La de sus católicas majestades? ¿La de “por el imperio hacia Dios”? ¿La de los “caudillos por la gloria de Dios” y la intervención divina en los gobiernos del mundo? En fin, demasiados conceptos de cristianismo se confunden y entrelazan en las raíces de ese árbol milenario llamado Europa. ¡Difícil herencia que deberíamos, como mucho, aceptar solo a beneficio de inventario!

A todo esto: “para hacer esta muralla” –con puertas abiertas o puertas cerradas, según los casos-, en poéticas palabras de Nicolás Guillén, han hecho falta muchas manos: de los cristianos -ese conjunto heterogéneo de creyentes-, sus cristianas manos; de los no cristianos -no olvidemos la presencia musulmana en Europa, y no solo en España, y sus componentes también diferenciados-, sus no cristianas manos. Y sumémosle la contribución de otros pueblos, de otras culturas y otras creencias en el levantamiento de este enorme edificio (Grecia, Roma, las poblaciones autóctonas prerromanas, los pueblos celtas, germanos, escandinavos, eslavos, …)

Me pregunto, entonces, si, cuando se habla interesadamente de raíces cristianas desde esas posturas muy señaladas ideológicamente, se quiere decir, realmente, raíces estrictamente católicas, apostólicas y romanas, particularmente, preconciliares y, especialmente, excluyentes.

Ante la duda y la dificultad de elegir cuáles son las raíces cristianas de Europa, he releído algunos pasajes de los textos básicos esenciales del cristianismo originario para buscarlas allí. Y allí me he encontrado con un elemento definitivamente conciliador: las raíces cristianas de Europa están resumidas en tres documentos laicos que, sin ser confesionales, por tanto, parecen emanadas, sin embargo, de principios profundamente cristianos: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789; la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, de 1791; y, finalmente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del 10 de diciembre de 1948, de la que próximamente se celebrará el 75º aniversario. Libertad, igualdad y fraternidad, como resumen apretadísimo de todos ellos, son principios que recuerdan a otra declaración universal de los derechos humanos: la de las revolucionarias reivindicaciones expuestas en uno o en varios sermones pronunciados, ya en la ladera de un monte, ya en un llano, ya a las puertas de un templo, por un galileo que abogó por los pobres de espíritu, los afligidos y agobiados, los no violentos, los buscadores de la justicia, los constructores de la paz, los limpios de corazón, los misericordiosos y solidarios,…, muy lejos todo ello de las proclamas y soflamas ultramontanas sobre los desfavorecidos, las minorías, las mayorías con techo de cristal, los diferentes o los necesitados -incluso los pecadores y pecadoras a ojos de los hombres-, que desdoran, desdicen y contradicen las enseñanzas de quien dicen seguir piadosamente. Esas son las raíces reales que anidan en el cristianismo primitivo, divinas por profundamente humanas. Lo demás, fue, es y será, tan solo política engañosa, interesada y, normalmente, cruel y muy poco cristiana.