Botànic: no digáis que fue un sueño

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Tras las Elecciones autonómicas sólo me he atrevido a dar un consejo a Ximo Puig y a Aitana Mas: que no caigan en la nostalgia. El Botànic ha concluido, y de manera muy digna. Sería un error de sus protagonistas y de muchos admiradores fundar la nueva etapa política en esperar el regreso del Botànic. La nostalgia es la negación del progreso estratégico en política, es la puerta por donde penetran las ideas más reaccionarias.

El Botànic será analizado y puesto en valor. Compete a los historiadores del futuro una bonita tarea con este asunto. Porque el Botànic no fue un sueño. No fue Camelot –aunque hubo un momento, al principio, en que pareció que podía serlo-. No fue un juego de aficionados ni, tampoco, la obra madura de equipos curtidos en la política de gobierno. Que los frutos globales fueran positivos fue sólo posible porque diversas contradicciones se resolvieron razonablemente bien. Esas contradicciones, que variaron con los años, pero siempre estuvieron presentes, eran la sal que animó y dio vida a proyectos; aunque, también, a enfados, a enfrentamientos, a algunos episodios amargos, entreverados con relaciones personales casi siempre leales, amigables y hasta perdurablemente afectuosas.

No se trata aquí de intentar un balance de gestión. En general, en las dos Legislaturas, se rindió cuentas con un rigor y transparencia que en épocas de la derecha eran inimaginables –muchas veces he contado que, en mi toma posesión, la carpeta que me entregó un Conseller del PP estaba estrictamente vacía-. De hecho, creo que un error que a veces cometieron los líderes del Botànic fue, precisamente, amarrarse demasiado a la gestión. Era importante porque la izquierda debía demostrar que sabía gestionar. Y lo demostró tanto en el aterrizaje en unas instituciones colapsadas, puestas en entredicho por la corrupción, como en los momentos negros de la pandemia y su séquito de angustias. Claro que hubo Consellerias mejores y peores, pero esa no es la cuestión. La gestión es la materia del Gobierno, pero no es el instrumento principal de legitimación del Gobierno –y de su mayoría parlamentaria-. Entre gestión e ideología hay un tercer espacio, el de la política, el de la forma de alcanzar metaobjetivos, el de permitir comprender el porqué de las decisiones, el de generar apoyo social, complicidades. Gestión hubo. Ideología la imprescindible. Política hubo mucha, aunque no siempre supo interpretarse por analistas –y por dirigentes partidarios- demasiado encadenados al corto plazo.

El Botànic fue posible porque PSOE y Compromis llegaron a las elecciones de 2015 compartiendo en lo básico una misma cultura política. Puig y Oltra eran conscientes de ello, aunque a veces no coincidieran en sus consecuencias en el reparto del poder. Una misma cultura –Podemos también la compartía parcialmente pero no se atrevió a dar el salto al Gobierno- no significa que PSOE y Compromis se vieran e interpretaran idénticos, sino que coincidían en el diagnóstico de la realidad, comprendiendo que debían ser complementarios, que la diversidad también sumaba votos. Ambas fuerzas sabían que el cambio –que se produjo en media España- era inaplazable, que la esencia misma de la democracia se estaba disolviendo en la CV y que un discurso global alternativo sólo podía liderarlo una izquierda comprometida, regeneracionista, cooperadora. Lo había defendido mil veces, con valor y rigor, Mónica Oltra en las calles y en les Corts –en ocasiones con otras voces como Mireia Mollá o Ángel Luna-. Y el PSPV se preparaba a dar un giro a sus tradiciones con un gobierno de coalición. En realidad fue algo más que una coalición. Consellers hubo más abiertos, otros más apegados a su partido. Pero durante años, la máquina habló como un Botànic prudente, unido, fuertemente reformista.

Pero sin aspavientos. Sabiendo que una cosa es la plaza y otra el palacio. Ignorarlo, en cada situación comprometida, a través de giros lingüísticos o del refugio en los gestos, fue lo que mató muchos gobiernos del cambio en otras Comunidades y ayuntamientos. Aquí, esa ola de mudanza duró más que en casi todos los otros lugares en que se produjo: en la medida en que se alcanzaba la estabilidad, crecía la fuerza de la transformación. Y, al mismo tiempo, servía de modelo: es difícil imaginar los Gobiernos de Pedro Sánchez sin la experiencia valenciana, aunque fueran muy distintos en su organización y tono. Porque siempre se rehuyó la tentación de la ingenuidad. Porque, repito, el discurso del poder no era estrictamente ideológico, sino esencialmente político. Esto es: desde la conciencia de que no basta con gobernar, sino que debe hacerse de una determinada forma que abra horizontes y esperanzas. ¿De manera perenne, como había soñado el PP y su comparsa de amigos? Claro que no. Pero se consiguió, en complejas circunstancias, que la transformación principal, la del cambio del relato, la de la pacificación y la cohesión social, fuera posible. Con suficientes dosis de eficacia y equilibrio –los Presupuestos aprobados año a año-. En buena medida, la inercia derivada de las primeras decisiones facilitó las siguientes: marcaron unos principios a los que se intentó ser fiel cuando flojeaba la imaginación.

Lo que no fue incompatible con un cierto deterioro de relaciones, facilitado, a mi modo de ver, porque el PSPV optó demasiado por buscar técnicos en vez de políticos, poniendo paulatinamente más fe en la habilidad de fontaneros que en la renovación de los políticos; porque Compromis se vio envuelto en la crisis motivada por la investigación a Oltra y por la ausencia de recambios adecuados para algunos puestos de gobierno y, en definitiva, por su trasnochada estructura de coalición; y, en fin, por la desunión de EU y Podemos, siempre reticentes a presentarse sin miedo como parte del poder gubernamental. Todo ese desgaste pudo haberse moderado en un clima menos crítico que el del Covid y otras desgracias y con unas Elecciones menos abocadas a poner el énfasis en el Gobierno de España. No fue posible.

Las cosas son como son y no carece de cierta lógica lo acontecido. La forma en que Puig disolvió anticipadamente el Consell en 2019 y los largos últimos meses de la segunda Legislatura, cuando comenzaron a amanecer los sectarismos en todas las fuerzas botánicas, facilitaron la eclosión descontrolada de las contradicciones latentes. Y de otras que aparecieron con las tareas ejecutivas. Por ejemplo, la dificultad para insertar el discurso ecologista en la totalidad del relato. O los límites entre mantener una buena relación con el empresariado –algo capital en los inicios del Consell, aunque muchos no lo apreciaran- y favorecer algunos grupos de presión. O la incapacidad para convertir la política cultural en una herramienta potente de cohesión y modernización. O las carencias en la configuración de un modelo alternativo de vertebración territorial. O la ausencia de un modelo sólido de presencia en Madrid con una agenda valenciana nítida. O, en fin, la incapacidad para legislar en materias transversales: no haber aprobado una nueva Ley del Gobierno o una del Sector Público lastró muchas cosas. Solucionar muchos asuntos acumulando responsabilidades en Presidencia es algo que acabó por volverse contra Puig: le superaron las demandas y se ganó la desconfianza de sus socios.

Con todo, sigo pensando que esta lista es mucho más exigua que la de los éxitos. Mi buen amigo y compañero en el Consell, Vicent Soler, Conseller de Hacienda y ejemplo de probidad intelectual y política, justificaba, medio en serio, medio en chanza, la escasez del presupuesto de mi Conselleria diciendo que ésta era «la de los intangibles». Yo discrepaba, por supuesto, eso de la transparencia era cosa de ordenadores, de aplicaciones informáticas, de personal formado, de ayuda a ayuntamientos, o sea: de dinero… por no hablar de la acuciante necesidad de mejorar las ayudas en cooperación internacional. Pero, pasado el tiempo, cabe invertir la reflexión: lo mejor del Botànic son aquellos asuntos intangibles que, paradójicamente, es lo que nos permite afirmar que no fue un sueño.

El asiento de esa positiva intangibilidad estuvo en las características concretas del encuentro complejo entre cultura diferenciada y, a la vez, común; esto es: en el aporte de experiencias diferentes pero integrables. Lo que significó varias cosas que se habían perdido en las tormentas de los años anteriores y se restauraron y perduraron. Resumiré:

1-La recuperación de la institucionalidad, con respeto exhaustivo a las normas y a su espíritu, a sus límites y funciones.

2- La instalación en el corazón de la gestión de las ideas de integridad y buen gobierno, lo que fue percibido y valorado por la ciudadanía, que fue recuperando la confianza en sus gobernantes. La derecha intenta ahora descalificar algunas actuaciones: llevan años escarbando y no consiguen nada relevante.

3- El incremento de la autoestima de los valencianos y valencianas: quizá no tengamos aún la sociedad pujante que desearíamos, pero los ejemplos de empoderamiento han proliferado. Una triste prueba de esto es que, en estas materias, lo único que PP-Vox sabe proponer ahora es el regreso a experiencias de hace 20 ó 30 años. Porque la valencianidad que planteó el Botànic era moderna, atenta a las nuevas maneras de configurar la diversidad y el diálogo. Y con capacidad de reivindicación: aunque no se alcanzara el éxito, fue el Botànic quien facilitó la movilización por la deuda histórica y la financiación justa.

4- La introducción de nuevos modelos de relación entre la sociedad y las instituciones y la mejora en los sistemas de control y participación. Una sociedad menos crispada habló más consigo misma, propuso, criticó sin miedo: la sociedad civil fue más autónoma, menos dependiente del poder político.

5- Se practicó un enfoque más compasivo, más centrado en la justicia y la promoción de la igualdad material que en una idea de eficiencia que favorece tendencialmente al fuerte. El poder Botànic nunca fue despiadado.

6- Abrió las puertas para que el sur se contemplara como problema, pero como problema para el que hay que buscar soluciones y no para usarlo como palanca de violencia simbólica contra el adversario.

7- Se puso en valor y se prestigió lo público, fuertemente castigado por la derecha. Se practicó una pedagogía sobre la importancia de lo común como factor indispensable de solidaridad y sostenibilidad, aunque posiblemente faltó ímpetu y planificación en algunas explicaciones.

Todo esto es lo que deben saber Compromis y PSPV cuando ejerzan la oposición. Lo que no debe olvidarse en escaños y ayuntamientos. No se trata de presumir de haber hecho más carreteras o de traer más turistas. Eso está bien. Pero lo que es la identidad del Botànic se marca mejor, creo, en esas líneas autocríticas y confiadas que acabo de enumerar. El Botànic no llegó a transformar integralmente la CV pero dio los pasos imprescindibles para poder hacerlo. La derecha y ultraderecha no podrán cerrar todas las puertas que abrió. El Botànic es irrepetible, pero es difícil que vuelva la izquierda a gobernar la CV si no tiene en cuenta toda esta experiencia, con su riqueza, con sus facetas, con sus sudores, con sus victorias.