Una censura cada vez más opresiva

Rafael Simón Gil

Rafael Simón Gil

Han pasado muchos años desde que George Orwell escribiera 1984 y Marshall McLuhan acuñara su famosa frase «El medio es el mensaje». Sin embargo, hoy más que nunca, podemos constatar que el paso del tiempo las mantiene completamente actualizadas, tanto en lo que respecta al concepto de alienación, control y manipulación, como en lo que atañe a la sibilina constricción de la libertad en nombre de la libertad. Algo recurrente desde siempre, pero llevado de forma diabólicamente magistral por Robespierre en la Revolución Francesa mediante su Gran Terror, un monstruo que, paradójicamente, acabó con él en la guillotina. Han pasado ya muchos años, insisto, y solo han cambiado los métodos, ahora menos toscos, más sutiles, incluso atractivos en términos de democracia y libertad. La «Policía del Pensamiento» orwelliana y el «medio» que contine el mensaje, van hoy vestidos de inteligencia artificial, multiculturalidad, progreso, bienestar colectivo; envueltos en millones de redes invisibles que atrapan dulcemente tu intimidad, tu mismidad, sin apenas darte cuenta, como un placebo que tomas creyendo que es un ejercicio de libertad con solo pulsar «acepto» o decir «sí». Nunca ha habido más y mejor solapada alienación.

En nombre de la libertad y la democracia se puede vender ahora, sin cortapisa moral ni ética, lo que ayer era mercancía peligrosa, neofascismo, delito, conductas antidemocráticas, antisociales, insolidarias. Hoy se puede poner en marcha un golpe de Estado –por breve y grotesco que resulte– utilizando no solo la violencia, sino los mecanismos que la democracia ha depositado en tus manos, atacando con ello la libertad y los derechos del resto de la ciudadanía, y convertirlo en un espejismo, en un acto de carácter político que no conlleva sanción penal ni reproche democrático. Se pueden desplegar vigilantes para delatar y controlar el comportamiento lingüístico de unos niños en el colegio señalándolos con la estrella del desigual, apelando a la supremacía nacionalista, al imperativo identitario, sin que eso sea fascismo, sino homogeneización tribal, pertenencia a un colectivo diferente que complace las exigencias del Gran Hermano. Por meras ansias de poder, vestido del cesarismo autocrático más narcisista y paranoico, se reinterpreta la esencia ideológica del partido adaptándola a un pensamiento diametralmente opuesto, lo que permite insultar, despreciar y expulsar del templo a quienes defendieron esa ideología hace unos años, tildándolos de conspiradores y desleales por decir lo mismo que el sumo sacerdote decía hace unos meses. Ahora, otra traidora más joven, Elena Valenciano, denuncia que el PSOE está en manos de la derecha supremacista de Junts y que no es posible la amnistía.

En nombre de la libertad y la democracia se puede vender ahora, sin cortapisa moral ni ética, lo que ayer era mercancía peligrosa

¿No es lícito pensar que si mañana alguien sin escrúpulos se hiciera con el control de tu partido y cambiara esencialmente las normas que lo rigieron te daría completamente igual porque de lo que se trata es seguir votando al mismo partido para mantenerse en el poder? ¿No es legítimo recordar que Stalin se alió con Hitler pese a que éste odiaba al comunismo y asesinaba a los comunistas? ¿O que cuando Hitler invadió la Unión Soviética Stalin se alió con USA y Gran Bretaña, sus seculares enemigos capitalistas y de clase? ¿No se puede decir que Stalin, que el comunismo, persiguieron con saña cualquier tipo de disidencia estableciendo un culto a la personalidad de dimensiones y consecuencias desastrosas? ¿No es lícito suponer que quien se alía con monstruos puede acabar convirtiéndole en uno de ellos siguiendo la advertencia de Nietzsche «cuando miras largo tiempo al abismo el abismo también mira dentro de ti»?

¿Nos podemos preguntar en nombre de qué principio de solidaridad entre personas, entre los más pobres y necesitados, puede un independentismo supremacista y rico como el catalán exigir que le condonen una deuda de 70.000 millones de euros que deben soportar los «otros»? ¿O exigir una deuda histórica de 450.000 mil millones de euros que tendrían que ir a cargo del resto de españoles? ¿Podemos preguntarnos con ideal socialista por qué una región mucho más rica como la vasca tiene unas prerrogativas fiscales que no gozan regiones pobres, o que no participe al principio de solidaridad entre personas y territorios? ¿Es pertinente recordar que cuando las democracias europeas intentaron contener a Hitler, contentarlo, regalándole Austria y los Sudetes (Checoslovaquia) el Tercer Reich acabó invadiendo Polonia iniciando así la Segunda Guerra Mundial?

¿De verdad constituye un timbre de honor, una respuesta «progresista», aliarte con derechas tan excluyentes como Junts; apoyarte en socios que tienen en sus filas a personas con las manos manchadas de sangre y que se niegan reiteradamente a pedir explícito y sincero perdón a las víctimas de los asesinatos terroristas? ¿Te puedes seguir llamando español –así los dicen las siglas– cuando prefieres gobernar con partidos y grupos que no tienen otra intención que desmembrar España? ¿Es de verdad progresista que en una reunión en la casa de todos y en la que todos hablan y conocen la misma lengua se tenga que recurrir a traductores simultáneos para que así se evidencie de forma más explícita no la diversidad, sino la exclusión? ¿Lo harían unos amigos en su propia casa? ¿También hablaron con pinganillos Yolanda Díaz y Puigdemont? ¿A qué colegios mandan a sus hijos las élites independentistas, a uno público donde solo se habla catalán o vascuence y se proscribe el español? ¿En qué idioma hacen sus negocios los empresarios catalanes y vascos, tan independentistas muchos de ellos, cuando trabajan con países latinoamericanos?

Sin embargo, una suerte de sibilina (auto)censura impide cada vez con más estaliniana cirugía que se pueda decir lo que piensas por temor no solo a perder legítimos derechos (profesionales, artísticos, sociales…), sino porque te cosifican con la estrella que te señalará allá por donde vayas, que te colocará en el lado de los «otros», los apestados, los excluidos, los desviados. «… a Mussolini, a Hitler, los dos mariconazos…». Rusia, de Miguel Hernández. ¿Cultura de la cancelación? A más ver.