El indignado burgués

El desprecio como una de las Bellas Artes

Atardecer caluroso en una localidad costera.

Atardecer caluroso en una localidad costera. / MEHMET KALKAN / 123RF

Javier Mondéjar

Javier Mondéjar

El odio es un sentimiento que desgasta mucho, como el amor romántico que deja chafado al que le pilla. Las grandes emociones son una lata, porque nublan la visión, colorean la mente y ponen anteojeras a la inteligencia, tal que a los caballos de los picadores. Y además amar y odiar son cansados de mantener, requieren atención constante. Vamos, que son una pesadez.

Les recomiendo sustituir el odio por el desprecio, que es algo más light, como la Coca-Cola. Odiar es sencillo, al ser un sentimiento primario. Despreciar requiere talento, tacto y savoir faire, algo así como el asesinato, considerado por Thomas de Quincey como una de las bellas artes. No es como pintar las Meninas o esculpir el David, pero tiene su intríngulis.

Sin embargo, lo cierto y verdad es que no desprecio a los suficientes bípedos como debería. En el fondo soy algo moñas y más sentimental que el marqués de Bradomín, del que comparto dos de los rasgos que le impuso Don Ramón María del Valle Inclán, soy feo y sentimental, lo de católico mejor lo dejamos.

Les decía que la víscera me pide despreciar a cantidad de supuestos seres humanos, pero luego hay algunos que me dan penita, porque bastante llevan con lo que llevan. Ser tonto de capirote es sin duda una cruz y, aunque pasa hasta en las mejores familias, no deja de ser una pesada losa para quien lo sufre en primera persona y más para quienes lo aguantan, bien por masoquismo o porque no tienen otro remedio. Tener un marido tonto es duro, pero un jefe tonto te amarga la existencia.

Si me pusiera a despreciar a los tontos de baba no acabaría. Ser tonto es como ser feo: todo el mundo lo sabe excepto el titular si no tiene espejo, o lo tiene y se empeña en desmentirlo. Los tontos son peligrosos porque ni calculan ni se toman la pastilla de la inhibición, con lo que si cabían dudas de su tontería lo demuestran con creces nada más abrir la boca. Tonto es quien hace tonterías, dice la mamá de Forrest Gump, y quien las dice y quien incluso amenaza con hacerlas.

Hay tontos que son tan tontos que me dan hasta aflicción. No pienso que puedan tener remedio, quien nace lechón muere cochino, pero a lo mejor son así por traumas de juventud o incluso la vida les golpeó de mayores. Hay gente tonta que no lo era tanto en origen, pero la sociedad o sus allegados se reía de ellos y se transformaron en locos peligrosos. Da para escribir un cuento de Dickens, quizá cualquier día lo haga y ese día procuraré que el protagonista tenga nombre y apellido relevante. Tengo algún candidato, ya les digo.

Con muchos menos argumentos Mr. Charles escribió Oliver Twist, que va de pobres paupérrimos y bellacos que dan grima. Confieso que en mi tierna infancia lloré por Oliverio (en mi libro su nombre era ese), subyugado por el malvado Fagin, que encima es judío, y obligado a robar en el metro (o donde fuera). Que el malo fuera judío, da muestras del antisemitismo de la Inglaterra victoriana y que yo lo resalte supone que el asunto no está nada bien resuelto. Mal por mí y peor por Dickens.

En esas novelas angustiosas de la era victoriana se advierte que las circunstancias forjan la personalidad, pero que pocos escapan al destino: el buen salvaje de Rousseau, que nació bueno y al que la sociedad corrompió. Una buena persona de la que se carcajean noche y día por sus mejorables modales horteras puede que a) fuera una bellísima persona que se volvió mala y juró venganza tras sufrir incontables agravios o b) sea un imbécil integral de fábrica, le hayan dibujado así y simplemente obedece a sus instintos.

No me digan que si me empeño no me sale de aquí una novela lacrimosa o una serie de culto. Lo que pasa es que si señalo a alguna criatura me daría yuyu revelárselo así, sin anestesia. Lo mismo se considera el zagal más espabilado que vieron los siglos y sufre por verse descubierto.

Siempre he creído, como en Don Juan, que un punto de contrición da al alma la salvación. Para ser sinceros, el Tenorio sólo cree en el arrepentimiento cuando está al pie de la sepultura, pero más vale eso que nada. Como estamos en temporada y de Don Juan me sé largas parrafadas (no sé para qué, que jamás hubiera podido interpretar al galán, como mucho al Comendador o a Doña Brígida), les regalo un versito: «(…) yo, ¡santo Dios!, creo en ti; si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita… ¡Señor, ten piedad de mí!».

Sería un buen final que un tonto muy tonto se arrepintiera y dejara de hacer tonterías. Lo que pasa es que en literatura yo puedo escribir un final feliz, pero la vida casi nunca imita el arte. Una pena. Seguiré despreciando artísticamente por si acaso, todo sea que al final la historia me recuerde como un Goya o un Bach del género.