Oído, visto, leído

Compareciendo, que es gerundio

Compareciendo, que es gerundio

Compareciendo, que es gerundio / INFORMACIÓN

Jesús Javier Prado

Jesús Javier Prado

Ni los insípidos colores de las paredes de la sala de prensa del Congreso de los Diputados, ni la distribución igualitaria de todos sus asientos, ni la presencia de ese atril tan aséptico y translúcido invitaban a pensar en el espectáculo que se venía encima.

Y lo que se vino encima fue un señor con barba y corbata, y aire y voz de galán antiguo del período de entreguerras. Y que siendo descendiente de torero, (Carbonerito de apodo, para los curiosos) sabía arrimar la taleguilla al paso del pitón para aumentar la intensidad cuando tocaba, y también hacer el quite para que el enfado y el despecho, la ira y la fría venganza fueran haciendo su aparición, palabra a palabra y frase a frase. Las cámaras acabaron por rendirse, hipnotizadas, enfocando en un plano fijo la emoción que le provocaba acordarse de los militantes de su partido, de los diputados de su grupo, de los soldados de su misma trinchera. Veinticinco minutos de espectáculo televisivo ribeteados con toda suerte de naturales y chicuelinas, justo antes del inicio de los telediarios y dando cuenta de porqué, cuándo, cómo y tras qué barrera se va a meter para defenderse. Y esa mirada a cámara. Ese «tumbao» que tiene alguien que ha mandado mucho. Ese saber que todo dios te está mirando. Ese tirar para atrás y sin mirar la montera, a ver cómo cae y cómo queda, y olé. Ni Kevin Spacey en veinte tomas lo hubiera hecho mejor, faena digna de premio Emmy, Oscar o Tony. O de los Feroz, tal vez.

Y mucho más divertido esto que la amnistía, dónde va a parar: por fin tiene Puigdemont el rival que su altura merece para competir en las portadas: Koldo, la nueva perla. Grandes tardes de gloria parece que esperan. Pero en cualquier caso fue impagable esa casi media hora donde Ábalos tuvo a políticos, periodistas, empresarios, subsecretarios de estado, fotógrafos, y (por supuesto) asesores de todo pelaje y condición, pendientes de su fraseo cadencioso y pausado hasta decir, muy, muy al final, que hará caso a los que le quieren porque nunca le engañan. Y que va por ustedes, pero que nos vemos en el mixto. Y así fue como un caballero de sesenta y cuatro años de apariencia gris y tranquila, dos veces divorciado, con cinco hijos y peinado y trajeado como dios manda, terminó la faena que tenía en la cabeza captando la atención de unos y otros, con flashes y micrófonos que daban fe de la división de opiniones en los pasillos del Congreso, dirigiéndose solo y fané hacia la puerta de atrás. Y me acordé entonces de Gary Cooper, vendido por sus conciudadanos a los forajidos; o de Heisenberg diciendo «yo soy el peligro» a los otros narcotraficantes de Breaking Bad; o de Tom Cruise, olvidado y despreciado por sus jefes, y saltando de ventana en ventana de cualquier rascacielos de Dubai para cazar a sanguinarios mercenarios eslavos. Y todo eso lo hicieron también solos, y sin chófer ni secretaria. Hay que ver, qué tíos.