Opinión

La paz en riesgo

Archivo - Plano general del hemiciclo del Congreso, con los diputados en sus escaños

Archivo - Plano general del hemiciclo del Congreso, con los diputados en sus escaños / CONGRESO - Archivo

De repente o poco a poco, sin darnos cuenta, estamos percibiendo con intensidad un fenómeno inquietante que se cuela en nuestras vidas porque cala en quienes ocupan posiciones de poder y, lo que es inevitable, también en los que vivimos la vida desde la cotidianeidad. Los valores de respeto, de convivencia, de tolerancia, van siendo minados por extremos que se hacen aparecer como ordinarios e incompatibles entre sí y que, por su radicalidad no inocente, en lugar de enriquecer, desunen y separan. Y todo ello enmarcado en presuntos ideales que, elevados a la categoría de dogmas, alimentan la confrontación y crean monstruos incapaces de entender al otro en su singularidad, en sus creencias, no tan dispares en el fondo, pero magnificadas hasta el punto de servir como fuente y fundamento de un odio latente y, cual ha sucedido en la historia, capaz de destruir la convivencia pacífica.

El mundo, hoy, está en riesgo de explosión, de enfrentamientos armados que, lejos de ser locales, se presentan como posible antesala de un estallido mucho más amplio, terrorífico y capaz de destruir lo que conocemos, la paz y la vida, regalo superior a todos los demás. No son solo palabras ya, sino realidades que no queremos ver a pesar de que ese mundo, antes tan inaccesible, hoy es pequeño, muy pequeño y que cualquier arma es capaz de recorrerlo en minutos.

Quienes deberían evitarlo se hallan poseídos de la soberbia, la ambición y el ego que en todo momento del pasado estuvo en la base de la destrucción, ayudados, cómo no, por sociedades infectadas por los mismos principios previa destrucción de los que, poco antes, regían las conciencias tras el paso previo de guerras crueles. El olvido y el regreso a donde no se debería regresar, es, desgraciadamente, nota repetida en las civilizaciones que no se estudian cuando la manipulación de la enseñanza y la cultura se ponen al servicio de la prepotencia de unos cuantos, poco diferentes a los grandes miserables que destruyeron todo a su paso.

España, pequeña en comparación con el mundo, es un reflejo de lo que sucede en éste, que poco se parece al de hace escasos años. Lo que parecía imposible, se va haciendo patente; lo que era repudiable es ahora la norma, comprendida incluso y animada por sentimientos primarios o extremos, siempre irracionales. Un país enfrentado, ingobernable desde la ruptura provocada con dolo, elemento que define la nueva y triste normalidad, en los que prima el ganar y retener sobre el convivir y entender. Todo se basa en el poder, con minúsculas, cuando se quiere por sí mismo, sin ponerlo al servicio del común y en el que todo vale si se logra obtenerlo y mantenerlo. No hay justificación que sirva para dar credibilidad a lo que se oculta –que tampoco se intenta ocultar-, y lo que se afirma está tan vacío de verdad, como la boca que es incapaz de elaborar una frase sin menospreciar al adversario. Un presidente que no lo es de todos, sino de algunos en su mediocridad lacerante, de él mismo y quienes se someten a su egolatría. Porque es al presidente a quien hay que exigirle responsabilidad, no a la oposición, ni ahora, ni mañana.

El ambiente que se genera con ello, en una sociedad confrontada, solo puede ser el que padecemos: radicalidad y adhesiones inquebrantables e incerteza de un futuro que no ofrece satisfacciones. Un futuro en el que quien siembra ahora y recoge para ahora, dejará un campo yerto para los que vengan, los que poco importan a quienes saben que mañana serán, como merecen, irrelevantes.

España es un ejemplo más en el mundo. Rusia y Ucrania reciben afectos o rechazos absolutos, partidarios y enemigos, sin que nadie ose levantar la voz pidiendo acuerdos que, siempre, conllevan concesiones mutuas. La guerra y la muerte, son la respuesta propia de la falta de consideración a una u otra parte. Y la guerra sobrevuela sobre nuestras cabezas sin ser conscientes de ello. Israel y Palestina. Otro ejemplo. Quienes apuestan por Palestina obvian los ataques a Israel y omiten los atentados terroristas que matan, como aquí mataba ETA, otra gran olvidada porque ya no existe, que se lava miserablemente por quienes fueron sus víctimas para obtener unos escuálidos votos, mientras resucitamos el franquismo, lo revivimos cotidianamente, aunque terminó hace mucho más tiempo. Quienes avalan a Israel no toman conciencia de que no es posible la convivencia sin respetar las culturas que deben compartir un territorio que debe supeditarse a las personas, no al revés y que cabemos todos en los mismos espacios si florecen en ellos los ideales que hicieron grande al ser humano. Sánchez apoya un estado palestino y entrega el Sahara sin el más mínimo pudor. Hipocresía.

En todos estos temas, curiosamente, la ciudadanía, la española por lo que nos interesa, ha cambiado, renunciando a los principios de aquella Transición modélica, aunque no perfecta, pero asentada sobre el respeto y la concordia. Y, como reflejo o imitación de una política que gusta del conflicto permanente, no de la paz, se adhieren sin fisuras, dudas o prudencia a posturas absolutas que alimentan la hoguera y las vanidades de quienes lideran este nuevo mundo, cada vez más inhóspito. Frente al orgullo y los ideales de la Transición, la ley de desmemoria histórica indaga en ella porque pretende, por intereses de esta nueva izquierda, recuperar la confrontación entre las dos Españas, base de la estrategia de quien carece de armas para construir, no para derrumbar.

Toda alusión a los valores se traduce en imposición de unos sobre otros. Toda referencia a la protección de algunos, lleva consigo beneficios y discriminación. Toda resolución falsa de controversias, pues falso es lo que se afirma cuando se opone a la realidad, genera más enfrentamiento. Y en esa adscripción sin freno a unos y otros, nos movemos, aceptando órdenes de quienes mueven los hilos y renunciando no ya sólo a ser personas, sino a la paz que, seamos conscientes, está en riesgo como decía la ministra de defensa hace unos días.

Para evitarlo debemos los ciudadanos asumir nuestro poder, el real e imponer a quienes dirigen la farsa, el criterio sencillo de los sencillos. Vivir en paz en un mundo en el que todos cabemos y en el que las personas están por encima de los territorios. Y vivir en libertad, lo que no es compatible con la obediencia debida a quienes manejan los hilos de un desastre inevitable mientras no le pongamos coto.