"Uy, yo a Alperi lo conozco de hace mucho tiempo, de cuando vivía en el BBVA que está cerca del Ayuntamiento". Vicenta recuerda a muchas de las personas que conoció durante los años que pasó en la calle. Se acuerda perfectamente de los "compañeros árabes" que se alojaban en el banco de la Explanada que estaba frente al suyo; del director de la sucursal bancaria donde dormía, de los "chicos" de Servicios Sociales que le traían café y comida. Hasta de la figura del ex alcalde de Alicante pasando frente al ventanal del cajero... "Seguí allí cuando ya habían quemado a la de Barcelona, pero no me daba miedo". A mí nunca me ha faltado de nada, porque la gente siempre me ha querido mucho". A sus 69 años, esta alicantina del barrio de San Antón desborda gracia y coquetería por todas partes. Mezcla pasajes alegres y tristes de su vida hablando rápido, como si no distinguiera entre unos y otros, mientras se aparta el mechón, todavía rubicundo, que le cae sobre los ojos, verdes. Sólo quiere salir en las fotos "si me sacan guapa". Y entiende que, a pesar de que no estaba mal viviendo sin techo, "es mejor estar aquí dentro porque no hace frío".

Para las estadísticas que justifican la inclusión en los presupuestos municipales de un millón de euros para mantener un centro como el CAI de Alicante (Centro de Acogida e Inserción para Personas sin Hogar), Vicenta no es más que uno de los 1.692 usuarios que, según los datos de 2008, hacen uso cada año de alguno de los servicios que presta este colegio reconvertido en albergue de transeúntes y centro de "segundas oportunidades" para personas que están en riesgo de exclusión o directamente vienen del extrarradio del sistema social. Pero para quienes trabajan en el CAI, alguien como Vicenta representa no sólo el trabajo positivo que se hace en el centro -donde se desarrollan hasta cuatro programas de inserción y atención para gente sin recursos-, sino también que "no todas las personas que vienen de la calle son los vagabundos sucios de las películas".

Rosa Sánchez, directora del centro, defiende que, a pesar de que sí existen usuarios marcados por la drogodependencia o la alcoholemia, la mayoría de las situaciones de exclusión se originan "por una ruptura del vinculo familiar" que en muchas ocasiones también lleva aparejada una situación económica extrema. De hecho, la media trimestral de ocupación del año 2009, cuando la crisis ha incidido con más fuerza, es ya notablemente superior a la de años anteriores.

Éste es el caso de Christian D. Lockling, uruguayo de 32 años. Ha perdido su empleo y una disputa conyugal le ha dejado literalmente en la calle. Se aloja en el CAI "temporalmente", hasta que encuentre trabajo. Es licenciado en Comunicación Social y trabajó para una gran aerolínea, de manera que no tiene problemas para traducir el inglés de su compañero, el doctor Dev Pali de Silva, originario de Sri Lanka, cuando tiene problemas con su español.

Ambos responden al patrón de "sin techo" que los siete años de andadura del CAI han permitido reconocer como mayoritario. El perfil del "excluido" que atiende el CAI es, atendiendo a los porcentajes, un hombre menor de 50 años, desempleado y, en uno de cada dos casos, extranjero no comunitario que lleva menos de seis meses durmiendo al raso y con lo puesto.

"Hay quien elige vivir fuera del sistema y por tanto no quieren utilizar nada de aquí", apunta Sánchez. Ninguno de los 90 cubiertos o de las 72 camas que ofrece esta instalación. Pero siempre habrá un café o una manta para ellos de los que reparte el Equipo de Calle por toda la ciudad, o estarán las puertas abiertas para cubrirse cuando llueva o tomar una ducha cuando no tengan la suerte de Vicenta, que utilizaba sus buenas amistades en el Puerto "para poder meterme en el ferry de Argelia para asearme en los cuartos de baño siempre que quería".