Durante los meses duros del confinamiento por el avance de la pandemia del covid hubo un colectivo en la provincia que, sin ser declarado básico y fundamental, siguió al pie del cañón, y sigue hoy en esta irregular desescalada día a día trabajando los campos y los establos para que no falte ni un kilo de patatas, ni una docena de huevos, ni un litro de leche en los supermercados y, por ende, en nuestras casas. Agricultores y ganaderos que, a su manera, con o sin mascarilla, continúan trabajando desde que sale el sol hasta el ocaso, lo mismo que sanitarios, fuerzas de seguridad, empleados de la limpieza… pero que nunca han recibido un aplauso, ni una palabra de aliento y, en Alicante, ni gota de agua que garantice su futuro. Todo lo contrario, el final del verano y este comienzo de otoño ha supuesto para los agricultores del sector primario alicantino -50.000 familias entre las que trabajan directamente en el bancal y las que lo hacen en industrias de transformación agroalimentaria- una nueva muestra del olvido, desprecio y ninguneo al que son sometidos por el Gobierno del Estado con el silencio cómplice de un sector del Consell, reflejado en la mismísima Conselleria de Agricultura, que asiste impertérrita al acoso que sufren la agricultores.

Agosto acabó con el enésimo ataque a la Junta Central de Usuarios del Júcar-Vinalopó (sin agua del Júcar desde hace ya dos años pero más preocupados, parece, en cazas de brujas internas), a la que niegan el agua de Cortes de Pallás, de nula calidad como se viene denunciando en estas páginas desde hace 15 años, si no acepta pagar 100 millones de euros por las obras de un cambio de toma que decidió por capricho el Gobierno del que formaba parte Cristina Narbona. Esta fue la primera andanada. La segunda llegó tras conocerse al acuerdo al que había llegado en Madrid el Gobierno y la Conselleria de Agricultura para comenzar a cerrar los acuíferos sobreexplotados en la provincia desde los años 80 del siglo XX y de los que se sigue extrayendo agua –en Elda a 500 metros de profundidad- precisamente porque sigue paralizado el trasvase Júcar-Vinalopó. Una infraestructura que costó 450 millones de euros de fondos públicos, esos que parecen caer del cielo, y que hace años debían haber sido sometidos a una auditoría para desenmascarar a los responsables de tamaño fracaso. Porque, les recuerdo, hablamos de una obra que recibió subvención europea para aliviar un problema ambiental de primera magnitud, la sobreexplotación de acuíferos. Por lo tanto, ¿se podría estar cometiendo algún presunto delito ambiental?

Pues bien, no satisfechos con esos dos nuevos torpedos, los gestores del agua en el Gobierno central han aprovechado octubre para dar una nueva estocada al sector primario de la provincia, tan afectado por el covid como el resto, además de por una crisis de precios que ya es estructural. Aprovechando que, técnicamente, el trasvase Tajo-Segura está cerrado por unas obras en un embalse regulador que durarán, como mínimo hasta diciembre, el Ministerio para la Transición Ecológica ha decidido –negro sobre blanco en el BOE- no aprobar el envío de un solo litro de agua del Tajo a Alicante y Murcia pese a que, según las normas de explotación y la recomendación de los propios técnicos, correspondía un trasvase de hasta 20 hm3. Se rompe así la tradición de aprobar el envío de agua a cuenta y después transferirla durante los meses siguientes. Ejecutando al pie de la letra la hoja de ruta antitrasvasista, Madrid y Toledo se quedan con 20 hm3 de agua que nos correspondían, por ley, y obliga a comprar agua desalada para consumo urbano y agrícola. Los agricultores, cada día más noqueados en el ring del agua, callan y lo aceptan, el Gobierno lo celebra con Castilla-La Mancha, y el Consell mira hacia otro lado a la espera de que llueva, se llenen los embalses y recarguen esos acuíferos de los que seguimos sacando agua sin control. Los agricultores y ganaderos vuelven a ser los grandes olvidados de la Administración.

En este mes de octubre se ha renovado también el protocolo adicional del Convenio de Albufeira que establece que España –y esto se lo debemos a José María Aznar-, al objeto de cumplir todos los requisitos ambientales y de uso, debe entregar en el embalse fronterizo de Cedillo a Portugal un volumen anual de 2.700 hm3, si bien el flujo medio en frontera ronda los 9.000 hm3 anuales. Sin duda, esta diferencia podría constituir un dato de reflexión para explicar por qué, en cambio, a Alicante y Murcia solo llegan 375 hm3 al año. La desalinización de agua marina posee un coste real, en torno a 1 euro/m3, que los agricultores no pueden asumir. Solo, excepcionalmente, en situaciones de sequía, es posible, legalmente, la subvención parcial. Lo que nos tiene que quedar claro es que hablamos de un complemento. Pues no, para el Gobierno es la solución.

Ni uno, ni dos, ni tres. En España funcionan todos los años quince trasvases de agua, algunos desde finales de los años 60, cuando el Ebro comenzó a abastecer de caudal a Bilbao y Santander (la España húmeda), para consumo de la población y de su industria. El Gobierno actual y el anterior de Mariano Rajoy han mantenido un sistema que mueve todos los años unos 600 hm3 entre diferentes ríos y cuencas, a los que se suman los miles de hectómetros cúbicos que el Tajo entrega a la vecina Portugal. Ninguno de estos trasvases se ha cuestionado nunca. Solo parece amenazado el Tajo-Segura, el de más entidad, preso de las presiones políticas de Castilla-La Mancha y de Madrid, que históricamente han querido patrimonializar los recursos del Tajo para garantizar su desarrollo urbanístico y agrícola.