Trinidad descendió aturdido desde el castillo de Santa Bárbara. Amanecía y las lágrimas que Eos había vertido por su hijo Memnón, muerto a manos de Aquiles, se habían esparcido por la tierra y las plantas en forma de rocío. Pero ya no estaba seguro de qué día estaba amaneciendo. ¿Era el día de todos los santos de 1970 o Crono estaba jugando con él y se hallaba en otro domingo, 28 de abril de 1709?

Había subido al castillo esa madrugada porque su esposa, en sueños, le había informado de que allí se había encontrado una niña abandonada; y como su nieta Eugenia había sido raptada quince días antes por las erinias, pensaba que quizá se tratase de ella. Pero al llegar al cuerpo de guardia de la fortaleza le dieron el alto dos soldados franceses y un oficial le había dicho que, en efecto, una niña inglesa de cinco o seis años había sido encontrada allí cuando ocuparon el castillo, tras la retirada de las tropas inglesas, y que la iban a bautizar esa mañana en la iglesia de Santa María. Trinidad había deducido que aquellos militares franceses formaban parte del ejército del general Asfeld, el cual había logrado expulsar del castillo a los ingleses, aliados de los austriacistas españoles en la Guerra de Sucesión, tras la explosión de una mina que derribó parte de la fortaleza.

Bajaba pues Trinidad abstraído en sus pensamientos por el camino del castillo cuando descubrió, al pie del Benacantil y pegado al mar, un gran incendio. La niebla que cubría la bahía le impidió ver con claridad a los barcos que dispararon sus cañones a modo de alarma.

Se detuvo un momento para observar mejor las grandes llamas que desprendían una gruesa columna de humo y, por la situación en que se encontraban, dedujo que el incendio se estaba produciendo en la iglesia de Santa María, muy cercana a su casa.

Cruzó con paso ligero la Ereta y se internó en la población, muchos de cuyos vecinos corrían alarmados calle abajo. Estaban asustados por el fuego, pero también porque en el horizonte marítimo había tres soles. Trinidad sabía que se trataba de un fenómeno óptico conocido como parhelio, producido por el reflejo de la luz solar en las nubes, pero aun así no pudo evitar detenerse para contemplar asombrado los dos halos dorados que flanqueaban como réplicas al astro rey.

Cuando llegó Trinidad, muchos alicantinos se hallaban ya congregados en la placita de la iglesia, que tenía un desnivel y una rampa por la que se bajaba a la playa. La mayoría trataba de sofocar el fuego arrojando cubos de agua, mientras otros permanecían abstraídos y paralizados, observando cómo las llamas consumían el templo. Entre estos se hallaban el párroco y el sacristán, quienes mezclaban rezos con lamentos y explicaciones.

Unas horas antes, a medianoche, párroco y sacristán habían estado en la iglesia tras asistir con los sacramentos de la eucaristía y la extremaunción a un moribundo. Mientras el cura depositaba en el sagrario el cofrecito de plata que guardaba las sagradas formas, su ayudante había apagado los cirios del candelero que había junto al altar mayor. Luego, salieron de la iglesia. Pero el viento que soplaba desde el mar y que entraba en el templo a través de la ventana del coro, corrió libremente por la puerta abierta del presbiterio, avivando en el altar mayor los pábilos mal apagados de un par de cirios. Estas pequeñas lenguas de fuego crecieron hasta resucitar los pábilos de los demás cirios, prendiendo después las cortinas y manteles del altar. El fuego alcanzó el retablo de madera y se extendió al resto de la nave y el coro, devorando cuanto encontraba y agigantando sus llamas, que lamieron bóvedas en su ansia de libertad.

Trinidad observó la iglesia, que estaba casi pegada a la muralla. La fachada que daba a la calle Villavieja conservaba vestigios de la puerta de la mezquita, así como las pilas que habían sido usadas por los musulmanes para purificarse antes de entrar al templo, mientras que la fachada principal, que daba a la placita, era un lienzo de pared lisa, sin más adorno que un busto de piedra representando la Asunción de la Virgen, colocado en una hornacina abierta en el centro y sobre la puerta. En el ángulo derecho había una torre de cinco esquinas y de casi 25 metros de altura que se usaba como campanario.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE:EL INCENDIO DE SANTA María

Estuvo de nuevo a punto de sufrir un desvanecimiento al comprender que estaba presenciando el incendio que la iglesia más antigua de Alicante había sufrido en la madrugada del último día de agosto de 1484.

Sintió cómo se le aflojaban las piernas y temió caer al suelo, pero unas manos le sujetaron por los hombros a tiempo de evitarlo, sosteniéndole. Se volvió para mirar al propietario de aquellas manos tan delicadas como fuertes, encontrándose frente a la muchacha que le ayudara quince días antes sirviéndole de guía, cuando salió de su casa en plena tormenta porque las erinias habían raptado a su nieta, perdiéndose en un mar de ofuscación y alucinaciones. ¿Estaría ahora repitiendo aquella horrible experiencia?

La muchacha le sonrió con ojos ambarinos y labios finos. Cubría su cuerpo esbelto con un vestido azul, calzaba sandalias de estilo romano, adornaba su cabellera trigueña con una delicada diadema de laurel y portaba en bandolera una pequeña bolsa de cuero de la que sobresalían varios rollos de papiro.

–¡Oh, Clío! ¿Qué me está pasando? ¿Cómo encontrar a mi querida nieta en medio de tanto desvarío? –se lamentó el anciano, identificando a la muchacha con la musa de la Historia.

Clío mantuvo la sonrisa en sus labios, pero su mirada se entristeció.

–Gracias a los ruegos de tu esposa me permiten ayudarte en los retos que te impone Crono. Pero no sé cómo guiarte hasta tu nieta. De eso, espero, se encargarán otros heraldos, si los esfuerzos de tu amada siguen prosperando.

Dicho esto, la muchacha se separó del anciano y echó a andar en dirección a la calle Villavieja, aunque en dirección opuesta adonde estaba su casa. La siguió, pero al llegar al final de la iglesia de Santa María, que había dejado de arder y se mostraba como era tras su reconstrucción, atrajo su atención un grupo de chiquillos que rodeaban a una anciana que había sentada en el suelo, sobre una manta raída, con la espalda apoyada en el muro exterior del templo.

–¿Qué quieres, vieja? –le preguntaban los chicos a coro y entre risas y burlas.

–Quiero morir –contestaba la mujer con voz cansada y mirada cargada de resignación y tristeza.

–Sí, sí, mejor morir que parecer una cigarra –se mofaban con crueldad los niños.

Trinidad se acercó y depositó unas monedas en el platillo vacío que la mendiga tenía a su lado, encima de la manta. Uno de los mozalbetes trató de coger el dinero agachándose, pero el anciano lo evitó empujándole. El chiquillo cayó al suelo entre las risas de sus amigos, que enseguida empezaron a insultar a Trinidad. Pero no tardaron en marcharse, ahuyentados por la severa mirada de aquel octogenario de larga barba, altura considerable y elegante indumentaria.

–Dime, sibila, ¿cómo puedo encontrar a mi nieta?

La mujer le miró con ojos pequeños y hundidos, en los que se apreciaba la angustia de una vida tan larga como desventurada. En su juventud, siendo hermosa, le fue concedido el deseo de tener una vida longeva, pero como olvidó pedir también mantenerse joven, la vejez se le estaba haciendo eterna, con su cuerpo cada vez más enteco.

–Solo un augurio puedo ofrecerte: acepta la ayuda de quien se gana la vida ella misma.

Trinidad frunció el ceño y se quedó mirando pensativo a la adivinadora, pero esta cerró los ojos y agachó la cabeza hasta el pecho. Comprendiendo que sería inútil insistir con más preguntas, el anciano se alejó de la sibila buscando a Clío con la mirada. Pero no la encontró.

Regresó por la calle Villavieja hasta su casa, encontrándola tal como era, por lo que comprendió que habíase librado del rosario de alucinaciones que le habían trastornado desde que saliera de madrugada. Pasaban unos minutos de las diez de la mañana cuando abrió el portón y entró en el zaguán. Enseguida se encontró con Bernarda, su fiel sirvienta, que se disponía a ir a su casa, tras haber dormido allí para cuidarle.

–¿De dónde viene? No me diga que ha ido a misa porque no me lo creo –preguntó ella examinándole muy atentamente y ceñuda. Sabía que el anciano no había pisado una iglesia desde que enviudó.

–He ido a dar un paseo. Y me ha sentado bien, porque me ha despertado el apetito –dijo él con naturalidad y rodeándola para adentrarse en la vivienda. Pero ella se interpuso en su camino y le obligó a detenerse.

–Se ha ido muy temprano, ¿no? Me he levantado a las seis y media y ya no estaba en casa… –le espetó con mirada inquisitiva–. Y además no ha tomado nada antes de salir.

–No tenía ganas. Quería solo andar un rato.

–De noche…

–Sí, de madrugada. Y ya está bien el interrogatorio –se quejó él simulando enfadarse.

Mientras Trinidad empezaba a subir por la escalera hacia el piso superior, Bernarda le dijo señalando la cocina:

–He hecho café. Estará todavía caliente. También he hecho unos bollos. Se los he dejado en el horno.

–Gracias –le agradeció Trinidad con sinceridad, pero sin dejar de subir los escalones.

Bernarda salió de la casa y el anciano se dispuso a descansar durante un rato, a la espera de que llegase la tarde para reanudar la búsqueda de su nieta.

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