Rubiniana

David Rubín, el impulsor del colectivo Polaqia, presenta dos obras que simbolizan el progreso de un artista fundamental de nuestro tebeo

Rubiniana

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Álvaro Pons

Hace casi 20 años El circo del desaliento recopilaba las obras de un autor que destacaba con fuerza en la activa escena fanzinera gallega, David Rubín. Impulsor del colectivo Polaqia, el orensano había desarrollado un estilo personalísimo, muy influenciado en narrativa y trazo por autores tan diferentes como Paul Pope y Jack Kirby, pero que se alejaba de ellos en unas temáticas personales que se hundían en el arrebato íntimo, con una sinceridad visceral de la que era difícil evadirse sin sentirse tocado. Desde ese momento la evolución de dibujante fue meteórica, evolucionando rápidamente en una narrativa potente y elaborada que le llevó, lógicamente, a triunfar en el mercado americano de la mano de alguno de los guionistas más reconocidos, como Jeff Lemire o Matt Kindt, pero sin que eso le privara de seguir apostando por obras más personales como El héroe, donde reescribía el camino del héroe desde sus influencias y lecturas para crear un auténtico homenaje a la cultura popular moderna.

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Una trayectoria de éxito en la que ha demostrado una capacidad de trabajo casi inhumana que se ha traducido en una producción prolífica y variada que, tenía que ocurrir, llega al punto de hacerse la competencia a sí mismo en las estanterías de las librerías. Con apenas unas semanas de diferencia han aparecido dos títulos que simbolizan perfectamente las dos caras de este autor: por un lado, Cosmic Detective (Astiberri, traducción de Santiago García), ambicioso proyecto para el mercado americano que une a sus dos guionistas fetiche, Jeff Lemire y Matt Kindt, en una sugerente obra de ciencia-ficción que parte claramente del referente literario de Philipp K. Dick y de su famosa adaptación cinematográfica Blade Runner. Un argumento reconocible que en manos de Rubín se convierte en un recorrido por sus influencias gráficas, de Jack Kirby a Jim Steranko, multiplicando la fuerza de la historia con un derroche de potencia visual auténticamente incontenible que deja al lector deslumbrado desde el género más canónico.

En contraste a esta propuesta, que se podría calificar como de más comercial, con El fuego (Astiberri) el autor vuelve a las temáticas intimistas y personales, pero desde la fusión de lo aprendido en la temática de ciencia-ficción con una historia de corte apocalíptico que comparte punto de partida con obras como Sacrificio, de Tarkovski o Melancolía, de Lars Von Trier, estableciendo el paralelismo entre el próximo fin del mundo y la destrucción del alma. No es difícil encontrar vínculos entre las primeras obras del orensano y El fuego: la mirada melancólica ante una culpa que se asume como inevitable y que tiene que ser reparada desde el sacrificio personal. El fin del mundo no es más que un límite para las decisiones a tomar que obliga a mirar cara a cara a la culpa y que deja sin sentido cualquier excusa que no nazca del interior. Ante una sociedad que se derrumba, no hay clavo ardiendo al que asirse, solo un perdón que se sabe imposible. El protagonista de El fuego deambula por una arquitectura que ha contribuido a crear como el demiurgo que es consciente de la inutilidad de su creación ante la realidad que llega como fuego purificador, una catarsis que se adivina nace desde muy dentro y que encuentra en un arte que recupera el arrebato como única redención. Rubín hace un despliegue narrativo soberbio, que navega por recursos que asimila con facilidad para crear esa reflexión que no cae en la autocompasión, sino en una mirada que no busca en el lector comprensión ni complicidad, solo ser escuchado durante un momento. Como siempre en Rubín, hay que hacer especial mención a la fuerza narrativa de su paleta cromática, tan protagonista de la obra como su trazo y su argumento.

Dos obras que, de cierta manera, simbolizan a la perfección la carrera y progreso de un artista fundamental de nuestro tebeo.