Leningrado, una odisea terrible

Sinfonía para la ciudad de los muertos, ensayo de M. T. Anderson, teje un impresionante relato político, bélico, social y biográfico en torno a la partitura del ruso Dmitri Shostakóvich

El compositor ruso Dmitri 
Shostakóvich, sentado ante el 
piano, estudia una partitura.

El compositor ruso Dmitri Shostakóvich, sentado ante el piano, estudia una partitura. / porramónvendrell

Ramón Vendrell

El idioma ruso distingue entre dos formas de canibalismo: hay un verbo que significa «comer cadáveres» y otro que significa «comer personas». De ambos tipos de antropofagia hubo casos durante el sitio de Leningrado por parte de ejércitos nazis, el más largo de la historia: 872 días.

En el primer y más atroz año del asedio hubo 2.015 detenciones por comer cadáveres o personas, informa M. T. Anderson en Sinfonía para la ciudad de los muertos (Es Pop Ediciones). La desclasificación de los archivos del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) en 2002 permitió cuantificar y detallar un horror hasta entonces solo susurrado. Una mujer compartió el cuerpo de su hijo con sus compañeros de trabajo; una abuela fue sorprendida a punto de cocinar viva a su nieta, un bebé; un joven fue a cerrar la compra de unas botas al piso de un hombre de aspecto llamativamente saludable en medio de una legión de distróficos y puso pies en polvorosa al vislumbrar por la puerta entreabierta una macabra despensa...

Pero en esa ciudad devastada por las bombas, congelada y muerta de hambre se impuso por mucho el espíritu colectivo sobre el individualismo monstruoso. Por eso resistieron contra todo pronóstico los leningradenses.

Calor humano

Familiares y amigos se agruparon en habitaciones de viviendas reventadas, prácticamente a la glacial intemperie, para elevar la temperatura y compartir tareas, la más importante de ellas ir a por las misérrimas raciones de pan; se crearon lavanderías, baños y guarderías comunales; la Biblioteca Pública se convirtió en centro de reunión y amplió sus fondos con la compra de libros a personas desesperadas (el dinero no valía gran cosa, pero algo es algo) y con las patrullas que recogían volúmenes en inmuebles hechos fosfatina; el Teatro de Comedia Musical y la radio de Leningrado mantuvieron su actividad entre desvanecimientos en directo de intérpretes y locutores desnutridos...

Anderson despliega un imponente telón de fondo: la revolución bolchevique, el terror estalinista y el frente ruso de la Segunda Guerra Mundial. Y sobre este lienzo histórico, dibujado con relieve y diríamos que ecuanimidad, sigue la peripecia vital del compositor Dmitri Shostakóvich (1906-1975). Con el acento en su Sinfonía número 7, también conocida como Leningrado. Ni se le pasa por la cabeza pontificar sobre Shostakóvich, sujeto endiablado donde los haya debido a la manipulación de su figura por los bloques soviético y capitalista.

Hijo de familia acomodada de San Petersburgo (después Petrogrado, después Leningrado y desde 1991 de nuevo San Petersburgo), a Shostakóvich no parece que le disgustara la revolución de 1917. Que durante una parte de la década de 1920 generó un arte radicalmente futurista: tocó el piano en un cine llamado La Retina Radiante.

Con la progresiva acumulación de poder por parte de Stalin tras la muerte de Lenin, hasta llegar a detentarlo de manera absoluta, Shostakóvich (y quién no, fueron millones las víctimas) le vio las orejas al lobo: caían como moscas personas de su entorno, incluso del más alto nivel militar, purgadas por la paranoia estalinista. Él mismo, una celebridad internacional y antaño favorito del régimen soviético, pendió de un hilo en 1936 a causa de la ópera Lady Macbeth del distrito de Mtsenk.

La Wehrmacht inició el ataque sobre Leningrado el 22 de junio de 1941, como parte de la operación Barbarroja para invadir Rusia. La ciudad quedó sitiada y el nutricionista Ernst Ziegelmeyer calculó científicamente que la población no tardaría en morir de hambre. Así que no valía la pena malgastar esfuerzos bélicos. Se le hizo caso, bombardeos incesantes al margen.

El músico comenzó a escribir su Sinfonía número 7 en la sitiada Leningrado en julio de 1941. La obra en curso adquirió brillo mitológico tras anunciar su autor a través del micrófono de la Casa de la Radio, una instalación que parecía un queso emmental debido a los proyectiles, que ya había compuesto dos movimientos. Era el 17 de septiembre y Shostakóvich dijo: «¿Por qué les cuento todo esto? Se lo cuento para que las personas de Leningrado que me están escuchando sepan que la vida continúa en nuestra ciudad».

Shostakóvich, su esposa y los dos hijos de la pareja fueron evacuados en avión a Moscú el 1 de octubre. Se libraron así del espantoso invierno de 1941-1942 en Leningrado. Que sí sufrieron el resto de familiares. Desde Moscú, que parecía a punto de caer ante los alemanes, prosiguieron evacuación en tren hasta la oriental Kuíbishev. Allí terminó en diciembre el compositor el cuarto y último movimiento de la Sinfonía número 7.

La voz corrió y directores de orquesta de todo el mundo occidental pugnaban por estrenarla. ¡Una sinfonía de Shostakóvich escrita en esas circunstancias! La obra se estrenó el 5 de marzo de 1942 en Kuíbishev, por la Orquesta del Teatro Bolshói. Había empezado otro capítulo de la aventura de Leningrado.

Rusia reclamaba a los aliados, mayormente a EE UU, que intervinieran en el flanco este. Mandando tropas y ayuda de todo tipo. Lo primero nunca sucedió, pero lo segundo sí, y ahí jugó un papel pequeño, pero papel al fin y al cabo, la Sinfonía número 7. Fue lubricante propagandístico para que la población estadounidense aceptara que el enemigo bolchevique era ahora amigo frente a Alemania.

La partitura (2.750 páginas) fue microfilmada. El microfilme voló de Moscú a Teherán; de allí viajó por vía terrestre a Irak; siguió ruta no se sabe cómo hasta El Cairo; volvió a volar hasta Casablanca o Accra (Ghana); continuó periplo aéreo hasta Recife (Brasil), y llegó a Washington D C, previa escala en Florida. El 30 de mayo de 1942 fue entregado al Departamento de EE UU, que lo entregó a la embajada soviética.

Héroe tembloroso

Por primera vez la revista Time dedicó su portada a un compositor, no otro que Shostakóvich. A quien debieron de temblarle las piernas al saber que se le presentaba como un buen chico de familia burguesa. El 19 de julio la NBC Radio Orchestra, dirigida por Arturo Toscanini, interpretó la Sinfonía número 7. El concierto fue retransmitido en directo y escuchado en millones de hogares estadounidenses. Hollywood hizo varios intentos de llevar la odisea a la pantalla. El caso es que los donativos de particulares a Rusia se dispararon y que el Gobierno de Franklin D. Roosvelt mandó armamento, medicamentos y víveres al camarada comunista.

A la llamada de la Orquesta de la Radio de Leningrado para interpretar la Sinfonía número 7 solo acudieron 15 músicos. El resto había muerto o no tenía fuerzas para comparecer. El primer ensayo fue el 30 de marzo de 1942. El director, Karl Eliasberg, era llevado en trineo a las polares sesiones porque no se aguantaba en pie. Un día un trompetista decía que no podía soplar y otro día se desmayaba un violinista. Con el refuerzo de músicos militares y las bondades que trajo el deshielo (la ciudad fue transformada en un huerto), la obra pudo ser interpretada en público el 9 de agosto. La Gran Sala de la Filarmónica se llenó. A Eliasberg el frac le quedaba enorme.

Anderson construye un estribillo con la idea de que el primer movimiento de la Sinfonía número 7, unánimemente interpretado en su momento como figura del brutal avance nazi, también cuadra con el brutal estalinismo que el compositor conoció tan de cerca.