Rufus Wainwright, esteta folk
El músico aborda en Folkocracy, donde se muestra como cantautor protesta, un repertorio ajeno, con acentos tradicionales y un amplio elenco de voces y cómplices
J. Bianciotto
Hace tiempo que la carrera de Rufus Wainwright cambió de ciclo, y entre óperas, acercamientos clásicos y su último regreso a Judy Garland, resulta que este músico neoyorquino crecido en Montreal solamente ha entregado dos discos de talante pop en una década (Out of the game, 2012, y Unfollow the rules, 2020). En esta tesitura hay que colocar su nueva obra, Folkocracy, decantada hacia una parcela, la canción de corte popular y tacto acústico, que ha salpicado su producción desde sus inicios.
El folk está en el código genético del artista, hijo de sendos trovadores, Loudon Wainwright III y Kate McGarrigle. Hay algo aquí de refugio en materiales seguros (y de firma ajena), alentando la impresión de que el Wainwright autor de canciones no está en una forma tan apabullante como 20 años atrás. ¿Era un creador más genial el Rufus torturado y drogado de entonces? Seguramente así sea, si bien su versión madura, de padre de familia feliz (a punto de cumplir los 50), no ha perdido el instinto para dar forma a álbumes exquisitos, llenos de detalles adorables y de una precisa ejecución, empezando por su propio canto, cada día un poco más depurado.
Folkocracy proclama desde su título una democracia folk en la que Wainwright se luce modelando un cancionero que admira compartiendo el foco con muchísimos invitados. Obra de cierto espíritu comunitario y con un velado fondo político: más allá de las bellas voces y del espectro de cuidadas instrumentaciones, este es también un disco de canción protesta.
Que desfilen por aquí varias voces negras (de John Legend a Chakha Khan, esta en la pieza tradicional sureña Cotton-eyed Joe) ya desliza un mensaje, así como la elección, en calidad de primer sencillo, de Down in the willow garden, ni más ni menos que una murder ballad de los Apalaches. Y qué decir de la canción hawaiana, interpretada en esa lengua, Kaulana na pua, lamento de la pérdida de soberanía de las islas y virtual himno anti-estadounidense. Como lo es también, a su manera, Going to a town, el único auto-cover del disco, compartido con Anohni (ex-Antony).
Sustancioso y ameno
Disco de guitarras acústicas, mandolinas y violines, pero no solo eso, combina incursiones bluegrass (Harvest, de Neil Young) con otra clase de sonoridades: los ecos soleados, muy folk-pop, de Twelve-thirty (Young girls are coming to the Canyon), de The Mamas and the Papas (en los coros, Susanna Hoffs, Sheryl Crow y Chris Stills, hijo de Stephen Stills), el desvío teatral de Black gold, de la mano de su querido mentor Van Dyke Parks, y el tándem con David Byrne en el ensoñador High on a rocky ledge (del poeta, músico e inventor Moondog). Vértices de un álbum con forma de mosaico de marcados relieves, sustancioso y ameno, aunque no se sitúe entre las obras capitales de su autor.
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