Las monjas como nunca nos las habían contado

La vieja idea del convento como espacio de reclusión para madres solteras, mujeres que huían de sus maltratadores o que eran un estorbo para los familiares está sufriendo en los últimos tiempos una nueva consideración a través de una mirada feminista

Las monjas  como nunca nos las habían contado

Las monjas como nunca nos las habían contado / INFORMACIÓN

Elena Hevia

Elena Hevia

«Quisiera saber cuál será mi condición: soltera, casada, viuda o monja», cantaban las niñas a la comba en los 60, cuando la vocación religiosa todavía se contemplaba como una opción a tener en cuenta y no se importaban religiosas desde otras latitudes para no cerrar instituciones. Aunque desde entonces hemos vivido décadas y décadas de secularización, la vieja idea del convento como espacio de reclusión para madres solteras, mujeres que huían de maridos maltratadores o que directamente eran un estorbo para los familiares, está sufriendo en los últimos tiempos una nueva consideración a través de una mirada curiosa, reivindicativa y feminista.

Por supuesto que el convento era, en muchos casos, un lugar de penalización para ellas, pero no siempre. Hoy la óptica sobre aquellas mujeres olvidadas ha cambiado. De pronto, en pleno siglo XXI y Metoo mediante, la antigua vida monacal se está mostrando atractiva o por lo menos se contempla a la monja desde una nueva perspectiva histórica. Distintas novelas e incluso un podcast, Las hijas de Felipe, dirigido por dos treintañeras, doctoras en Literatura barroca por la universidad de Brown, reivindican en un estilo tan erudito como divertido a las mujeres y en concreto a las monjas durante la Contrarreforma, es decir los siglos XVI y XVII, que fue el momento en el que adquirieron más poder. Ana Garriga y Carmen Urbita hacen recuento de lo que el feminismo actual puede rescatar de aquellas religiosas: «Hay muchas cosas, por ejemplo, la manera de relacionarse unas con otras, de cuidarse y visitarse. También suponen una genealogía de celebración entre ellas que nos anima a hacer lo mismo ahora».

La tesis es que las monjas, pese a su reclusión, supieron crear un paradójico espacio de libertad en el encierro y, si les apetecía, podían dedicarse a la escritura, la música o la investigación. La escritora argentina Mariana Cabezón Cámara, cuya reciente novela Las niñas del naranjel se inspira en la figura de Catalina de Erauso, una monja que vestida de hombre combatió como alférez durante la conquista de América, asegura que la elección del convento «era la única forma de sustraerse a la condición de máquina de parir a la que te llevaba el matrimonio, una manera de dedicarse a lo que una elige».

Latinoamérica tiene un icono incontestable, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz, religiosa del siglo XVII que convirtió su celda en una de las grandes bibliotecas filosóficas del momento, no plegada a los dictados de la Iglesia, y en un centro de debate intelectual. De ella se rescata ahora Contra la ignorancia de las mujeres (Taurus), librito que reúne dos cartas incontestables, una a sor Filotea de la Cruz, seudónimo de un obispo que rechazaba los estudios de filosofía para las mujeres, y otra, «cargada de reivindicaciones feministas» al jesuita portugués António Vieira. Su figura, además, se contempla también desde la perspectiva LGTBI al leerse bajo ese prisma los numerosos poemas dirigidos a la virreina de Nueva España, la condesa de Paredes, amiga y protectora.

En España y un siglo antes, el gran icono es Teresa de Jesús, de quien se acaba de estrenar Teresa, adaptación cinematográfica de la pieza teatral de Juan Mayorga. Ella es una intelectual de primera magnitud y una santa a la que persiguieron también las sospechas de la Inquisición por su resolución y su independencia. En 2015, fecha en la que se celebró el 500 aniversario de su nacimiento, se contabilizaron cinco novelas sobre ella. La mirada más original y radical fue la de Cristina Morales, que se metió en la piel de la mística abulense en Malas palabras (más tarde recuperada por Anagrama como Últimas tardes con Teresa de Jesús) para escribir un diario apócrifo en el que piensa el lugar que le ha tocado como mujer en una sociedad dirigida con mano de hierro por los hombres y obliga a las religiosas a plegarse a la obediencia. ¿Cómo fue posible crear una orden en esas condiciones tan adversas? «Los conventos eran lugares extremadamente porosos -sostienen Las hijas de Felipe- en los que a través de las cartas se podía romper metafóricamente los muros. La propia Santa Teresa, pese a fundar una orden de clausura, no dejó de viajar durante toda su vida».

Santa Rosa de Lima

De vuelta a Latinoamérica, el peruano Santiago Roncagliolo, en su reciente novela El año que nació el demonio (Seix Barral), sigue a otra santa, Rosa de Lima, patrona del nuevo mundo, que en el Perú virreinal se libró por muy poco de una condena por brujería, sin que ello fuera después un impedimento para su santificación. El dibujo intramuros de Roncagliolo no deja de lado aspectos incómodos como la vida sexual en la clausura, que en ocasiones convertida en fantasía masculina, poco tiene que ver con la realidad. No hay más que ver Benedetta, la última película de Paul Verhoeven que se apunta a la vieja moda de la nunsploitation que tanto proliferó en el cine de los 70. «Eran espacios de enajenación femenina, de lujuria y posesión demoniaca, creados para la mirada masculina. En el caso de Benedetta, se inspira en un caso real de posesión, porque así se vivían. Desde nuestro podcast hemos intentado reconstruir esa mirada simplista».

Urbita y Garriga están preparando un libro sobre el tema, Convent Wisdom (Sabiduría conventual), que aparecerá a principios de 2025 en el sello Blackie Books y que en la pasada Feria de Fráncfort fue uno de los proyectos más deseados, ya que recibió más de 25 ofertas, en ocho países distintos, además de una subasta de siete editoriales estadounidenses.

«No todas las monjas llegaban al convento para que brillara su vocación, otras sencillamente querían vivir tranquilamente -dicen-. Justo ahora estamos investigando el caso de unas beatas, las Cañitas, que tenían una relación de pareja, lo que les obligaba a huir de pueblo en pueblo. Una de ellas creó una casa de beatas que les permitía tener una vida independiente al margen de las obligaciones del matrimonio y de los peligros de los partos».