La identidad europea está por los suelos. Habría que recordar la manera en que, en vísperas del proceso de aprobación del malhadado Tratado Constitucional de la Unión, irrumpió el incómodo debate sobre las "raíces de Europa", y cómo se citaba al cristianismo como una de ellas.

Y es verdad que el cristianismo y los valores que conlleva, como el de la dignidad intangible de toda persona, están en la raíz de la cultura europea, aunque también lo es que otras creencias, tales como las basadas en la superioridad racial, han justificado no hace tanto tiempo la aniquilación de etnias enteras. En un continente donde los Estados se han enfrentado en el pasado a sangre y fuego en nombre de la nación, de sus reyes o del "espacio vital"; donde se dio librepensamiento e inquisición; revoluciones y contrarrevoluciones; democracias y autocracias; "luces" y oscurantismo, etcétera, la cuestión de las raíces no es algo fácil de esclarecer.

No me parece que sea mirando atrás como se vaya a resolver el problema de la identidad europea, so pena de sacar a pasear a los fantasmas y demonios que aguardan su oportunidad en lo más profundo. Será en todo caso, digo yo, mirando hacia adelante como se superen los dilemas. Y lo que hay por delante, escrito tanto en las constituciones de los Estados como en el Tratado de Lisboa, es la promesa de construir un espacio de libertad, igualdad y justicia, una sociedad donde se respete el pluralismo y los derechos fundamentales, que son un límite objetivo de la ley y condición de la democracia.

Sin embargo, hace ya tiempo que Europa se mira a sí misma en el espejo retrovisor. Lo que destaca actualmente en la escena política europea es una especie de puja de muchos de sus dirigentes por ver quién se aprovecha más de los prejuicios de todo tipo que permanecen latentes en sectores de la población, sean de tipo étnico, religioso, cultural, lingüístico, nacional, etcétera, para hacer de ello parte sustancial de una política populista. Esto se llama apelar a las vísceras en un momento en que la crisis golpea a los sectores débiles de la población, buscando sembrar el conflicto entre ellos para que se olviden del deplorable estado en que se encuentran.

En este contexto, las medidas tomadas por el Gobierno francés de expulsar de su territorio a colectivos de etnia gitana, de origen rumano y búlgaro, ponen a prueba la consistencia de Unión Europa y sus certificados de identidad. Hay varias cuestiones implicadas en este lamentable asunto, a saber: qué hay de la Constitución francesa y de su correspondencia con las normas de policía y el orden público aplicadas en este caso. Qué hay de la fuerza normativa de las directivas europeas no traspuestas, tanto de libre circulación como de no discriminación. Qué hay del papel de la Comisión Europea como guardián de los tratados. Qué hay de la parte del Tratado de Lisboa que establece la Carta de Derechos de los ciudadanos europeos. Qué hay del Tribunal de Justicia Europeo, etcétera. Temas todos ellos que merecen un detenido estudio y que, por sí mismos, revelarán el lugar exacto en que nos encontramos.

Pero más allá de las consideraciones jurídicas, que son importantes, puesto que Europa es también y principalmente una "comunidad de derecho", hay otras razones políticas y éticas en juego. A las políticas ya me he referido al aludir al clima de populismo imperante, que tiene por objeto desviar la atención de problemas mucho más dramáticos y urgentes. Sobre las consideraciones éticas, también implicadas en este caso y, en general, en todo lo referido a los problemas de inmigración, las posiciones son bien conocidas. Por una parte está el Papa -en cuanto que representante actual de la tradición cristiana, una de las raíces de Europa que tanto ensalzaron en su momento los dirigentes conservadores europeos- de quien hay que decir que lleva a cabo con gran energía y coherencia la defensa de los colectivos gitanos; y están también todos aquellos que pensamos que las divisas de igualdad, libertad y fraternidad no son meras proclamas sin sentido, sino que merecen ser defendidas tanto si las cartas vienen bien como si no. Por otra parte están los que subordinan los valores éticos a la pura conveniencia, como Rajoy, entre otros muchos. Luego están los ambiguos, como Zapatero, que una vez más se encuentra atrapado en la "razón de Estado".