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Joaquín Rábago

Manuel Valls

La capital británica tiene un alcalde musulmán, un laborista hijo de un matrimonio paquistaní emigrado al Reino Unido. La alcaldesa de París, también socialista, nació en Cádiz y es hija de inmigrantes. ¿Por qué no iba a poder Barcelona elegir como regidor a otro hijo de inmigrantes, esta vez catalán, nacido además en la ciudad de Gaudí, aunque nacionalizado francés con veinte años?

Es la mejor manera de representar a la nueva Europa, dice el candidato, Manuel Valls, alguien que, menos presidente de Francia, lo ha sido allí todo en política: alcalde de Evry, diputado, ministro del Interior y jefe de Gobierno.

Pero hay una cosa que diferencia sobre todo al hijo del pintor exiliado de la España de Franco Xavier Valls de los alcaldes de París y Londres y es su capacidad de desembarazarse de lo que uno no dudaría en llamar «principios», por anticuada que pueda parecer esa palabra. Tras hacer rápidamente carrera en el socialismo -fue siempre notable su habilidad para subir escaños en política-, Valls no tuvo empacho, tras perder las primarias de su partido, en darles la espalda a sus antiguos camaradas y ofrecer sus servicios, no solicitados, a Emmanuel Macron. Y el hombre que, junto con su correligionario, el presidente François Hollande, más contribuyó al hundimiento del socialismo galo, no dudó en calificar de «muerta» esa doctrina y pasarse a otra cosa, no se sabe bien qué, aunque muy a tono con esta era post-ideológica.

Su gestión como ministro del Interior primero y luego como jefe de Gobierno fue en cualquier caso nefasta para la izquierda: firmeza, cuando no mano dura con la inmigración y con el mundo del trabajo.

Tarea esta última que continuaría aún con mayor éxito el presidente Macron, como reconoció el propio Valls en sus, por otro lado, poco fructuosos intentos de halagar al fundador de La République en Marche.

Amigo incondicional de Israel, algo que siempre le viene bien a un político deseoso de hacer carrera, Valls ha denunciado en varias ocasiones «la violencia insoportable» de las banlieues francesas, allí donde se amontonan los hijos de la inmigración árabe.

En la época en la que era todavía socialista, alguien le llamó « Sarkozy de izquierda», en alusión a que ambos políticos, inmigrantes de segunda generación, se han mostrado siempre especialmente duros con los más débiles.

Sus ataques verbales contra los romaníes, los gitanos procedentes del Este de Europa, a los que asoció con suciedad y delincuencia en Francia y deseaba devolver sin más a Rumanía y Bulgaria, le valieron en su día denuncias por racismo.

De fuerte temperamento e incluso colérico, según quienes mejor le conocen, Valls ha polarizado siempre a la opinión pública en esa Francia laica que siempre ha dicho admirar.

En su nuevo avatar como candidato a la alcaldía barcelonesa, Valls se presenta como alguien al margen de los partidos, incluido Ciudadanos, el primero que apostó por él, como un tecnócrata que quiere poner su experiencia de gobierno al servicio de la ciudad donde nació.

Rabiosamente antinacionalista, declaró a una emisora sobre su nuevo reto: «Si yo fracaso, Europa fracasará frente al populismo». En oportunismo, soberbia y seguridad en sí mismo hay pocos que le ganen.

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