Opinión

Recordando a Patxi Andion

“Cuando me muera no quiero ni coronas de claveles ni tierra con lirios viejos que me flagelen los dedos”.

Ayer, día 18 de diciembre, fue un día triste. Ayer, hace dos años, murió Patxi Andion. El cantautor de la voz ronca, del Rastro de Madrid y de la mar desapareció al amanecer, en Soria, en una solitaria carretera demasiado fría y alejada de todo aquello a lo que había cantado. Allí, en los Campos de Castilla, poco después de salir el sol, el poeta se hizo eterno.

Su vida comenzó en Madrid a finales de los años cuarenta. Aunque poco tiempo después fue llevado al País Vasco, lugar al que, según él, pertenecía, pues sus padres habían nacido en el norte, él en Navarra y ella en Álava, y le enseñaron el amor que se ha de profesar por los orígenes y por la tierra que nos ve crecer. Tanto es así que, aunque compuso casi toda su obra en castellano, quiso honrar a sus raíces con los poemas musicados de Ibilkaria (El Vagabundo) o Itsas - Alargunari, lo abestia.

Hijo de familia humilde, desde su juventud temprana sintió la llamada de las artes y la atracción por todo aquello cuya belleza trasciende de lo físico para adentrarse en el universo de lo etéreo, de lo intangible. Al fin y el cabo, como dijo Byung-Chul Han, sólo son bellas aquellas cosas que no están dominadas por la necesidad ni por la utilidad. Y Patxi lo sabía muy bien. Basta con encender el tocadiscos y tomar asiento, escucharle recitar los poemas no rimados que preceden a gran parte de sus canciones. Amiga del corazón, “asfixiado por el polvo y el silencio…”. Canción para un niño en la calle, “para ser simplemente historia de una canción”.

Pero el poeta no fue sólo eso. Fue mucho más. Sus canciones hicieron historia o, mejor dicho, sus canciones son la historia de una época en la que el concepto de libertad no tenía sentido si ésta no iba ligada a la idea de rebeldía, a la insurrección contra todo tipo de censura, tanto política como social e incluso personal. La recientemente bautizada como “autocensura” que hoy entierra al auténtico artista, al hombre y a la mujer verdaderamente libres, y los relega al ostracismo. Siempre en el punto de mira de los inquisidores contemporáneos, seres autoritarios que encienden las piras de la cultura mientras dibujan en sus rostros una mueca similar a una sonrisa. Y que nunca pararán hasta que logren acabar con todo lo que se oponga a sus nuevas verdades, a sus nuevos dogmas laicos que no son sino perversiones del alma y degeneraciones de lo noble y sublime.

En una de sus últimas entrevistas Patxi reconoció que pagó un alto precio por ser un indómito. Y es cierto, lo pagó. Por no sumarse al pragmatismo de muchos, por resistirse a los designios del vil mercado y defender lo que él creía auténtico, su obra no trascendió lo que merecía y, en cierta medida, quedó en la sombra. Durante diez años, en los noventa, paró. Se situó frente a la discográfica que podía haber impulsado sus ventas a cientos de miles y dijo que no, que no seguía. Una idea que, tal vez, comenzó a rondar por su cabeza mucho antes, a principios de los setenta, cuando compuso Compañera y recitó:

Muchos piensan que arrendé a los que pagan mi canto. No les daré desencanto, mas les diré lo que di a los que tienen la plata: mucho susto y mucha lata”.

Charles Bukowski dijo en una ocasión que en los viejos tiempos las vidas de los poetas eran más interesantes que sus obras. Hoy (el hoy del escritor maldito, Pulp 1994) ni sus vidas ni sus obras son interesantes. Patxi, sin embargo, fue una excepción. Su colaboración con diversas organizaciones antifranquistas, el FRAP, le obligó a exiliarse en París, donde vivió las revueltas estudiantiles de Mayo del 68 y experimentó en sus carnes la bohemia parisina, la música hasta el amanecer en los oscuros antros del barrio latino, las camas por horas para recobrar fuerzas y crear, crear más y seguir creando hasta lograr el ansiado vacío interior. Allí conoció a Violeta Parra, a Paco Ibáñez y a Jacques Brel, quien influenció su música desde muy pronto.

También se hizo a la mar. Y dio la vuelta a medio mundo como parte de la tripulación de un barco pesquero. De ahí surgieron sus canciones marineras, dedicadas a hombres de sal y puerto, duros individuos que, como el título de una de ellas, llevaban toda la mar detrás y gozaban del derecho a tutearla.

Su padre murió joven. Y Patxi, en una declaración de guerra contra la Parca, en una negación de la muerte como algo físico, le escribió una carta, Carta a mi padre, donde le contaba cosas de poca importancia, tal vez las que realmente importan. Y luego otra canción, titulada Padre, en la que, rememorando las enseñanzas de su viejo, nos recuerda una idea muy necesaria, que no pretendamos salvarnos solos porque no hay salvación si no es con todos.

Lo demás, se lo dejo a ustedes. Pueden empezar por cualquiera de sus canciones, de sus poemas. Aquellos que escucharon hace mucho tiempo y que hoy, dos años después de que Patxi nos dejara, retornan con una fuerza colosal.

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